sábado, 28 de septiembre de 2013

FRANZ KAFKA Y MILENA JESENSKÁ, UNA HISTORIA DE AMOR Y BONDAD





Milena no era feliz en Viena, Pollack quiere una relación abierta y Milena se ve obligada a aceptar que él traiga a sus amantes a casa. Sufre mucho, se siente humillada  y además Pollack mete a la pareja en continuas deudas,  por lo que Milena tiene que dedicarse a dar clases particulares e incluso llega a acudir a la estación de trenes de Viena para llevar el equipaje de los pasajeros y ganar un poco más de dinero. En 1919 lee unos cuentos de Kafka y le escribe a Praga para que la autorice a traducirlos al checo, y Kafka no duda en aceptarla como traductora. Por las primeras cartas que se conservan de ambos, parece que Milena no tardó en confiarle su situación a Kafka que se preocupa por ella , como vemos en esta carta

"Desde Praga le escribí unas líneas y también desde Merano. No recibí contestación. Es claro que no había ninguna necesidad de contestarme inmediatamente , y si su silencio es un signo de que se encuentra usted relativamente bien, estado que a menudo se manifiesta mediante la pereza epistolar, pues entonces estoy tranquilo. Pero también es posible, y por eso le escribo, que algo le haya molestado  en mis cartas (qué torpe sería entonces mi mano en ese caso, a pesar de mi intención); o quizá lo que realmente sería mucho peor, podría ocurrir que haya vuelto a disiparse ese instante de respiro que me menciona, y que nuevamente hayan empeorado sus problemas. Espero, por lo tanto que ocurra una de las dos cosas. Que siga su silencio, lo que significa "No se preocupe, estoy muy bien" o que me escriba unas líneas"

jueves, 26 de septiembre de 2013

Otokar Brezina -Distancia misteriosa (a mi madre)


"El tiempo sabe a cenizas  degarra la tristeza penitente,
la abatida belleza se inflama de
 lágrimas extintas y fagigadas, de muerte,
severa agonía que susurra una sonrisa de agradecimiento,
de sueños, templos de mármol que velan la
fragancia de la lluvia perfumada y del
rocío del alma, pálida  flor,
amargo sabor de la vida y herencia
del dolor, estremecimiento de la carne y
la sangre, triste forma sin color".

martes, 24 de septiembre de 2013

El sí de la Dama- The Lady's Yes, Elizabeth Barret Browning


¡Si! Os respondí anoche,
¡No! Esta mañana, Señor, he dicho.
Los colores, vistos a la luz de las velas,
No brillan igual durante el día.

Cuando los tambores sonaron perfectos,
Las lámparas arriba y las risas abajo,
Ámame sonaba como algo sínico,
Tanto para el Sí como para el No.

Llámame falsa, o llámame libre;
Y no importa qué luces brillen,
Ningún hombre verá en tu rostro
La incierta pena de mi inconstancia.

Pues el pecado oscila sobre ambos;
(Es tiempo de danzas y no de compromisos,
Y la luz de la promesa destruye la fidelidad)
Abate sobre mí la cobardía que yace en tí.

Aprende a ganar la fe de una Dama;
Noblemente, como las nubes altas,
Valientemente, en la vida y la muerte
Con una noble gravedad.

Guíala por el escenario del baile;
Muéstrale con tu mano los cielos estrellados,
Cuídala con palabras delicadas,
Limpias de cortejo, puras en halagos.

Por tu Amor ella será fiel;
Siempre fiel, como las damas de antaño;
Y su , cuando sea pronunciado,
Será un para siempre.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Rosamunde Pilcher

 
Rosamunde Pilcher nació como Rosamunde Scott el 22 de septiembre de 1942. Fue criada por su madre en Cornwall,  Inglaterra mientras su padre estaba en Birmania. Ella recuerda escuchar un comentario de algún amigo de su madre que decía que una mujer podría ganarse la vida escribiendo artículos en revistas. Ese pensamiento quedó estancado en la mente de Pilcher ye ya para sus 15 años empezó a escribir su primera historia. Al terminar sus estudios fue a trabajar como secretaria en la Armada en 1942 y se unió al Servicio Femenino de la Armada Real. Después empezó a trabajar para el ministerio de Relaciones Exteriores. En 1946 se casó con Graham Pilcher y se mudó a las afueras de Dundee, Escocia, donde todavía vive. Además de ser ama de casa y madre de cuatro hijos, escribió cuentos cortos y cuentos de amor para revistas femeninas desde la mesa de su cocina, con el seudónimo Jane Fraser. Al principio fue un refugio frente a su vida diaria. El verdadero cambio en su carrera llegó en 1987 cuando escribió la saga familiar Los buscadores de Conchas. Desde entonces sus libros la han hecho una de las más exitosas autoras contemporáneas y han sido traducidos a muchos idiomas. Sus libros son especialmente populares en Alemania debido a que el canal oficial de televisión ZDF, produjo más de 60 de sus cuentos para la televisión. Tanto Pilcher como el director de programación de ZDF Dr. Claus Beling recibieron el Premio Británico de Turismo en el año 2002, por el efecto positivo sobre el turismo que tuvieron tanto sus novelas, como las versiones televisivas. También en el 2002 fue nombrada OBE (Orden del Imperio Británico).

El amor de Erika Ewald- Stefan zweig

Emilie Zola, El paraiso de las Damas



Pero Denise seguía absorta ante los tenderetes de la puerta principal, colocados al aire libre, en plena acera: un cúmulo de oportunidades para tentar a las clientes, para que las gangas las hicieran detenerse al pasar. Desde bien arriba, colgando de la entreplanta, pendían las piezas de lana y los paños, merinos, cheviots y muletones, ondeando como banderas; sobre sus tonos neutros, gris pizarra, azul marino, verde oliva, destacaba la cartulina blanca de las etiquetas. Algo más abajo, enmarcando el umbral, colgaban finas tiras de piel para guarniciones de vestidos: la suave ceniza de los lomos de petigrís, la nívea pureza de los vientres de cisne, el pelo de conejo de las imitaciones de marta y armiño. Por último, abajo del todo, estaban dispuestos varios casilleros y mesas, rebosantes de retales y de un aluvión de artículos de calcetería casi regalados, guantes y toquillas de punto, capuchas, chalecos, todo tipo de prendas invernales multicolores, jaspeadas, a rayas o con toques rojizos, como salpicadas de sangre. Denise vio un tartán a cuarenta y cinco céntimos, orlas de visón americano a un franco y mitones a veinticinco céntimos. Era como si los almacenes, repletos hasta reventar, desembalasen el exceso de mercancías en un gigantesco baratillo de feria.




sábado, 21 de septiembre de 2013

Stefan Zweig- El amor de Erika Ewald

Canción de Folly- John Keats



¡Oh! Me asaltan los más terribles pensamientos.
Cual la de un ruiseñor su voz no sea, acaso,
y no sean sus dientes la perla más preciosa;
sus pestañas, tal vez, que yo sepa, no sean
más largas que la antena menuda de una mosca
de mayo, y en sus manos no tenga ni un hoyuelo,
pero sí muchas pecas. ¡Ah! una nodriza loca,
porque anduviera pronto la pequeñuela, puede
haber curvado un par de piernas de Diana
y torcido el marfil de una nuca de Juno.

Cuentos breves para leer en el tren

viernes, 20 de septiembre de 2013

Tu rostro con la marea -Fernando García de Cortazar


En cierto modo estaba cantado que el historiador Fernando García de Cortázar terminara escribiendo una novela. Ha sido siempre un intelectual que ha sabido conjugar el rigor de la investigación con una profunda preocupación por hacérsela asequible y amena al público no especializado. Desde «Breve Historia de España», los sucesivos libros que ha escrito, hasta finalizar en «Historia de España desde el arte», siempre se han movido bajo esa impronta, que termina resolviéndose en un impulso moral.
García de Cortázar no se ha arredrado con esta incursión literaria y ha escogido una época crucial de la modernidad, aquella que transcurre entre la Primera Guerra Mundial –cuando el belicismo se industrializa definitivamente–, la Revolución rusa y el auge de los fascismos. De la sutileza y habilidad en lo histórico que García de Cortázar posee nos da idea la importancia que otorga al surgimiento del Estado Novo portugués, movimiento preterido por la mayoría de los novelistas que recrean esa época.

Fatigoso oficio

Cuando abrí la novela sentí curiosidad por saber de qué modo un historiador se las arreglaría con una narración. Tengo que decir que me sorprendió el modo en que ha resuelto el obligado y fatigoso oficio que obliga a la alternancia de diálogos y descripciones trufadas de tramas de previsto suspense, esto es, aquello en que se dirime cierto canon del género.
No es que García de Cortázar se haya sentido obligado a huir de estos requisitos; de hecho, la historia de amor del libro, esencial para entender ciertas razones ocultas del comportamiento de Ángel Bigas, es condición ineludible; pero el autor ha dado importancia al documento sobre la trama.
El modo de conseguirlo requiere cierta habilidad, ya que ha jugado con la personalidad múltiple –casi inverosímil, pero que se dio en algunos personajes de la época– de este Ángel Bigas para ofrecernos un caleidoscopio de diferentes facetas que facilitan la inmersión de los lectores en los distintos ámbitos: el cultural, el bélico, el de las diferentes y exóticas ciudades, los diversos regímenes políticos. Lo consigue gracias al método de la indagación, de los documentos que frecuenta y de las entrevistas que Fernando Urtiaga, un joven investigador que en 1977 recibe el encargo de escribir la historia de este increíble personaje, tiene que realizar entre quienes conocieron a Ángel Bigas.

El tiempo es un personaje

Para pasearnos por un cuarto de siglo de Historia europea, el más decisivo, el autor ha contado con una ingente cantidad de información, no solo política: también cultural –especialmente cultural–, porque García de Cortázar siempre dio importancia al modo de contar.
Dentro de las ventajas que tiene como historiador, cabría aportar la carencia absoluta de anacronismos, algo muy común en las novelas de éxito que se ubican en el pasado, y, desde luego, el haber hecho del tiempo un personaje, el principal, de una narración que cuenta con un elenco destacado: Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Sánchez Mazas, Foxá, Azaña, Rivas Cherif…
García de Cortázar gusta citar un verso de Anna Ajmátova: «En el futuro se pudre el pasado». Bien podríamos decir que en esta frase se halla la clave de la novela, su significado último, su búsqueda del tiempo, su gusto por la conjunción entre literatura e Historia. Un bello libro. Bello e inquietante.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Rima XXIX- Gustavo Adolfo Becquer


Sobre la falda tenía
el libro abierto,
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros:
no veíamos las letras
ninguno, creo,
mas guardábamos ambos
hondo silencio.

¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo
y nuestros ojos se hallaron
y sonó un beso.

Creación de Dante era el libro,
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
¡Ya lo comprendo!

Literatura Clásica

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El lago del bosque-Edith Södergran:


Yo estaba sola en la soleada orilla
de un lago azul pálido del bosque,
en el cielo flotaba una nube solitaria
y en el agua una isla solitaria.
El dulzor de la canícula
de cada árbol goteó con perlas,
y en mi corazón abierto
se deslizó una gota pequeña.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Ruta de los cuentos de hadas en Alemania



Desde Hanau, localidad de nacimiento de los hermanos Grimm, hasta Bremen. Casi 600 kilómetros de leyendas y misterios forman parte de la Ruta Alemana de los Cuentos de Hadas, una de las más antiguas y conocidas del país. Ya han pasado 200 años desde que se publicara el clásico Cuentos para la infancia y el hogar, de la mano de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm. Grandes lingüistas, durante toda su vida y en plena explosión Romántica trabajaron por recuperar los mitos y leyendas del folclore alemán y popularizaron historias universales como Blancanieves, Hansel y Gretel o El flautista de Hamelín.
El legado literario y lingüístico (estudiaron el origen de la lengua alemana y compendiaron un Diccionario Alemán) de los Grimm será homenajeado en este 2013 con eventos y actividades prácticamente por todo el país. Quizá la forma más completa de recorrer Alemania a través de la literatura de estos escritores sea la Ruta Alemana de los Cuentos de Hadas, que tiene su primera parada en Hanau, lugar de nacimiento de los autores de Rapunzel, donde del 1 de mayo al 1 de julio se celebra el Festival de Cuentos de los Hermanos Grimm. Más allá del atractivo turístico de conocer las calles que vieron nacer a dos de los grandes de la literatura alemana, Hanau esconde los vestigios de una ciudad medieval que trasladará al visitante a la época en la que transcurren muchos de los cuentos de los Grimm.

Steinau, Kassel y Bremen
La siguiente parada es Steinau. Allí se criaron los Grimm y allí se puede disfrutar cada año de un festival de marionetas que representan los cuentos más conocidos de su producción. Y tras Steinau, nos vamos, según sucedió cronológicamente en la vida de Jacob y Wilhelm, hasta Kassel, en cuya universidad trabajaron como profesores.
El Palacio de Bellevue de Kassel acoge actualmente un museo dedicado no solo a la obra de los Grimm, con ejemplares manuscritos de sus famosos cuentos, sino también ediciones antiguas de cuentos de todo el mundo, un legado documental declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

El pueblo del que tuvo que huir Blancanieves de su madrastra, con el nombre de Bad Wildungen-Bergfreiheit o la región que recorría Caperucita Roja en su camino a visitar a la abuelita entre Alsfeld y Fritzlar son otras de las paradas que se pueden hacer antes de llegar a Bremen.

Los 1.200 años de historia de esta ciudad están a merced del visitante a través de los edificios que rodean su céntrica plaza del mercado, su ayuntamiento y la imponente estatua a Rolando, símbolo de la independencia de la ciudad desde el 1404. Entre el ayuntamiento y la Iglesia de Nuestra Señora encontramos la icónica estatua de bronce de “Los músicos de Bremen”, inspirada en el cuento de los Grimm en el que se narran las aventuras de un burro, un perro, un gato y un gallo que, huyendo de la muerte segura en su granja, se escapan hacia Bremen, ciudad conocida por su hospitalidad con los extranjeros. La fama de estos intrépidos animales es tal, que se dice que tocar las piernas del burro trae buena suerte. Eso sí, solo si se hace con las dos manos al mismo tiempo.
No se puede abandonar la ciudad sin visitar la imponente Catedral de San Pedro. Un edificio con elementos del románico, el gótico y el rococó de 99 metros de altura, lo que le convierte en el edificio más alto de la ciudad. Y para acabar, se puede concluir este recorrido homenaje a los autores de Cenicienta en Berlín. En el cementerio de Old St Matthew reposan los restos de estos hermanos que gracias a su afán por recuperar las historias y leyendas de la Alemania tradicional han marcado la infancia de millones de niños en todo el mundo.

La montaña mágica de Thomas mann

La señorita Julie de August Strindberg

(Obra en un acto único escrita por Strindberg en 1888) está considerada como una de las obras teatrales más importantes de la literatura universal. La acción se desarrolla a finales del siglo XIX en la residencia de un aristócrata, padre de la señorita Julie, que nunca aparecerá, pero que siempre estará presente como un espectro en los diálogos y en las vidas de los protagonistas. Kristin, la cocinera, y su novio Jean, el criado, se encuentran en la cocina hablando de la actitud poco adecuada para su rango que está teniendo la señorita Julie durante la fiesta de la noche de San Juan: en lugar de ir con su padre a visitar parientes, se mezcla con la gente del pueblo, y baila con el guardabosque y con el mismo Jean. Con la entrada en escena de la señorita Julie, el lector se va adentrando en la psicología, el pasado, las aspiraciones, los miedos de cada personaje, y asiste a la inverosímil relación de una noche entre un criado y su ama.

Johan August Strindberg nace en Estocolmo en 1849. A los treinta años se consagra como escritor con El cuarto rojo, obra que significa el comienzo de la moderna literatura sueca. Además de pintor, fotógrafo, escultor y científico frustrado, Strindberg será un autor muy prolífico: su obra abarca, en más de setenta volúmenes, todos los géneros. Durante su exilio voluntario en varios países de Europa escribe obras de corte naturalista: entre otras, La señorita Julie. Una serie de ataques psicóticos y una penosa situación financiera le abocan a la crisis reflejada en Inferno. Su retorno a Suecia coincide con la deriva mística y el simbolismo, en piezas en las que crea nuevas formas dramáticas pre-surrealistas y pre-expresionistas que hacen de él una de las figuras más importantes de la dramaturgia contemporánea. Hasta su muerte se verá envuelto en conflictos a causa del polémico Banderas negras y la posterior "Contienda Strindberg", la mayor disputa periodística acaecida nunca en Suecia. Muere en Estocolmo en 1912: a su entierro acuden cerca de sesenta mil personas.

domingo, 15 de septiembre de 2013

La caída de los gigantes-Ken Follet

Janet Torcida- [Janet Thrawn; Robert Louis Stevenson (1850-1894)]



El reverendo Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida, sin familia, ni criado, ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su comportamiento en el pulpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet se lamentaba.

La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos, con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado —ya muy al inicio del ministerio del Sr. Soulis— a ser evitada en las horas del anochecer por todos aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario. Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary, situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.

Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más atrevidos se lanzaban —con el corazón latiéndoles a pleno ritmo— a jugar a «seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero mucha de la gente incluso de la parroquia ignoraba los acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del Sr. Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir nada —por ser de naturaleza reservada— y otros temían hablar sobre aquel asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida solitaria del reverendo.

Cincuenta años atrás, cuando el Sr. Soulis llegó por primera vez a Balweary, aún era un hombre joven —un mozo, decía la gente— lleno de sabiduría académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y las mujeres mayores, preocupados y serios se conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso, y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días de los moderados... malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en el corazón. No cabía duda ninguna de que el Sr. Soulis había estado en la universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros — más de los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio—, y harto trabajo le costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía falta tantos, sobretodo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó ser que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente para alguien tan joven y con escasa experiencia.

De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas. Le recomendaron a una vieja de mala reputación —Janet M'Clour, la llamaban— y le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían visto hablando sola en Key's Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le comentó que Janet estaba poseída por el demonio le pareció un rumor sin fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor trató de convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el demonio estaba misericordiosamente comedido.

Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M'Clour iba a entrar a servir en la casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente; normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo reverendo!

—Mujeres —dijo él, que tenía una voz magnífica—, en nombre de Dios os ordeno que la soltéis.

Janet corrió hacia él —estaba realmente aterrorizada—, se le abrazó y le rogó en nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.

—Mujer —le dijo a Janet—, ¿es eso verdad?
—Pongo a Dios por testigo —dijo ella— y como me hizo Dios que no es verdad ni una palabra. Aparte del hijo —dijo ella—, he sido una mujer decente toda mi vida.
—¿Renuncias —dijo el señor Soulis—, en nombre de Dios y ante mí, su indigno pastor, renuncias al diablo y a sus obras?

Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca. Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de todos.

—Y ahora —dijo el señor Soulis a las señoras—, id a vuestras casas y pedid perdón a Dios.

Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora. Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.

Janet venía bajando por la aldea —ella o alguien que se le parecía, nadie podría decirlo con certeza— con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado, como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M'Clour, pues para ellos la vieja ya estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de la gente, que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas con ella bajo el Hanging Shaw.

Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre, al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.

A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez, estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias. Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de casa.

Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando en círculos sobre el viejo cementerio.

Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros muchas veces, pero en éste había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo. Éste aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.

Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y, mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró con Janet M'Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta de verle. En ese instante recordó que cuando la vio por primera vez sintió la misma escalofriante sensación de terror.

—Janet —dijo—, ¿has visto a un hombre negro?
—¡Un hombre negro! —dijo ella— ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera, reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como un poni con el freno de la brida en la boca.
—Bueno —dijo él—. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el inquisidor de la Hermandad.
Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la boca.
—Caray —dijo ella—, debería darle vergüenza, reverendo —dándole un poco de coñac que tenía siempre a mano.

Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un bebé recién bautizado y no pensaba en nada.

Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua, profunda y negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo. El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y afligida, sin amigos salvo él.

Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca —porque el corazón le saltaba en el pecho— y, al atardecer, se fue a la cama.

Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella, ni una gota de aire. Uno no podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.

Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó estar enfermo; y enfermo estaba, pero... poco sospechaba de qué enfermedad.

Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo —quizá por el frío que sentía en los pies—, pero se le ocurrió de repente que había una cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a estar silencioso como una tumba.

El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró —pocos le habrían seguido—, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.

«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está muerta.»

Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el palpito de su propio corazón. Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta, cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.

Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra; nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.

Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» —dijo—, «dame fuerza para luchar esta noche contra el poder del mal.»

Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro —viva, se podría decir... muerta, como bien sabía el reverendo Soulis—, en el umbral de la casa.

Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo, pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el Sr. Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto, aquello era el final.

—¡Bruja, diablo! —gritó—, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si estás muerta o al Infierno si estás condenada.

Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia la aldea.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M'Llellan le vio cruzando los oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en Balweary.

Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser el mismo.

Robert Louis Stevenson (1850-1894)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

La caida de los gigantes-Ken Follet

Otoño- Elizabeth Eleanor Siddal (1829-1862)



Sobre su nueva y brillante tumba
Las hojas de otoño están cayendo,
Donde la hierba alta se inclina oyendo
El murmullo incesante de las olas.

Anciano otoño, estoy aquí
Con mis espigas en cada mano;
Pronuncia la palabra del olvido,
Sólo el reposo parece bueno para mi.




Hristo Botev- A mi amor primero

Hristo Botev
A mi amor primero
"Deja esa canción amorosa,
no fluyas en mi corazón veneno,-
soy yo joven, pero juventud no recuerdo,
y si recordara, no remuevo
esto, que yo llegué a odiar
y ante ti con mis pies he pisoteado.

Olvida el tiempo cuando lloraba
para mirada querida y un suspiro:
esclavo fui entonces -cadenas arrastraba,
para un tuya sonrisa
demente yo al mundo despreciaba
mis sentimientos en la cal envolvía!

¡Olvida tú aquellas locuras,
en ese pecho ya amor no ilumina
y tú no puedes despertarlo
allá, donde tristeza profunda reina,
donde todo en heridas cubierto
y corazón maligno en maldad se desenvuelve!

Tú tienes voz hermosa -joven eres.
¿pero oyes cómo el bosque canta?
¿Oyes cómo los pobres lloran?
¡Para esa voz anhela mi alma,
y allí se arrastra el corazón herido,
allí, donde es en sangre hundido!

¡Oh, quita esas palabras veneno!
¡Oye cómo gime bosque y hojarasca,
oye cómo bullen tormentas ancestrales,
cómo ordenan letra tras letra -
cuentos de viejos tiempos
y canciones de nuevos pesares!

Emprende y tu canción de esas,
canta me, moza, a pena,
canta cómo el hermano al hermano vende,
cómo perecen juventud y fuerza,
cómo llora pobre viuda
y cómo sin casa sufren niños péqueños!

¡Canta, o calla, vete!
¡Que mi corazón ya palpita -volará,
volará, en bosques, -vuelve en sí!
Allá, donde tierra gruñe y resuena
de gritos temerosos malignos
y canciones de tumba antes de la muerte.
Allá. allá tormenta rompe ramas,
y espada en laurel las recoge;
boquiabiertos temerosos barrancos,
y chilla en ellos grano de plomo,
y de la muerte la dulce sonrisa esta allá
la fría tumba es dulce descanso.

Eh, esas canciones y esa sonrisa
¿qué voz va a gritármelas, las cante? -
¡Qué sangrienta borachera yo levante,
de la que el amor enmudeces,
y entonces solo yo a cantar emprenderá
a cuanto amo y a cuanto añoro!."

lunes, 9 de septiembre de 2013

Arpád Tóth-Contemplar el encuentro

Arpád Tóth
Contemplar el encuentro

"La juventud se desvaneció
en el melancólico hastío
¿Aún me amas? La monotonía
de la vida esquiva el corazón
de la mujer en suave sigilo,
las espigas de flores en mayo
envuelven el otoño amargo, el
dolor brota en silencio en el
corazón helado, tus labios son
dignas impregnaciones, tus besos
una bendición que me guía".

La libreria de Penelope Fitzgerald

Hendridk Conscience-La niña robada


Hendrik Conscience
La niña robada (fragmento)
" La mañana era hermosa; el cielo estaba claro y profundo como un mar azul; el sol desprendía del follaje de las encinas un perfume penetrante que dilataba los pulmones y daba bienestar al corazón.
Catalina salió de su choza y se adelantó hasta la orilla del bosque, por un sendero que, dando varios circuitos, conducía a la calzada de la aldea de Orsdael.
Aunque caminase muy ligero, iba mirando al suelo como una persona cuyo espíritu está oprimido por el peso de alguna inquietud. Y hasta de cuando meneaba la cabeza, volviendo los ojos hacia el castillo, con expresión de tristeza.
Pensaba, sin duda, el la suerte de Marta Sweerts, en las sangrientas afrentas que tenía que sufrir todos los días, en la inutilidad de los esfuerzos para descubrir el impenetrable secreto.
Cuando llegó a la carretera, advirtió al intendente que iba unos cien pasos delante de ella. Esto la alegró porque no había visto a Marta desde hacía una semana. Esperaba que si podía entrar en conversación con Mathys, sabría noticias de sus amiga, y quizá esta ocasión el paso hasta que alcanzó al intendente. Cuando estuvo a su lado le dijo en tono cortés, casi acariciador:
-Buen día, señor Mathys. ¡Qué cielo tan claro! ¡Qué aire tan puro! Parece que no se sintiera rejuvenecido, ¿verdad?
-Sí, hace buen tiempo... Buenos días-murmuró Mathys sin mirar a la campesina.
Dicho esto, acortó el paso como si quisiera quedarse más atrás.
-Perdone, señor intendente, que me atreva a hacerle una pregunta: mi respeto, mi afecto por usted son mi disculpa. Parecéis estar enfermo, pero confío que no será nada.
-No estoy enfermo-respondió Mathys refunfuñando.
-¿Quizá tendréis un disgusto o habréis sido también objeto de una injusticia?
-Sí, he tenido un disgusto y estoy incomodado. Vos, Catalina, habéis contribuído a ello más que nadie; pero quiero creer que vos, lo mismo que yo, habréis sido engañada por una falsa apariencia.
-¡Que yo soy la causa de vuestra tristeza!-exclamó la campesina con sorpresa-. ¡Imposible, señor intendente!

Middlemarch de George Eliot

Nephi Anderson-Dorian


Nephi Anderson
Dorian (fragmento)

"Sobre las seis de las tardes, Mildred Brown bajó a través de los campos de bajos pastizales. Llevaba un delantal de algodón a cuadros que la cubría su figura desde el cuello hasta unas botas de altos talones. Llevaba una mano en el caballete y en el otro una caja de vivos colores. Cada día acudía a un punto concreto de ese patizal y se sentaba a la sombra del sauce negro para pintar una escena en particular. Realizaba con fruición su trabajo a la misma hora cada tarde, sirviéndose del contraste la luz y la sombra y reflejando el mismo tramo de la luz del sol en los húmedos y pantanosos espacios abiertos. La escena era digna de una mano experta, aunque Mildred no lo era. Desde su posición a la sombra del sauce, podía contemplar los pantanos que se extendían libremente hacia el oeste. Cerca de allí, al  borde de las firmes tierras de pastoreo, los juncos crecían salvajes, coronados de grandes y brillantes tallos marrones. A su izquierda, los racimos dibujaban una negra extensión sobre la hierba. Pequeños ramilletes de agua eran lentamente enardecidos por el sol, serpenteando alegres entre los juncos y en esa hora de tardes claras brillaban con el reflejo no ofuscado del ardiente astro. El aire estaba cargado de los olores salinos de las marismas. Una luz nebulosa se cernía sobre la distancia. Las ranas croaban perezosamente lastimando el oído. Algunas vacas se metían hasta las rodillas en el barro y el agua, respirando con dificultad, sin cesar de mover sus colas para espantar a las hacendosas moscas.

Dorian estaba en el campo cuando vio llegar como siempre a Mildred por el camino. Y en ese instante interrumpió su trabajo y tras ajustar el flujo del agua, se unió a ella y la ayudó gentilmente a desplegar el taburete y el caballete cerca del sauce negro. Luego caminaron juntos ,el chico de la granja y la elegante y grácil joven".

sábado, 7 de septiembre de 2013

El diario de Ana Frank

Séneca- de la brevedad de la vida

Séneca
De la brevedad de la vida (fragmento)

"La mayor parte de los mortales, oh Paulino, se queja de la malignidad de la Naturaleza, por habernos engendrado para un tiempo tan breve y porque este espacio de tiempo que se nos dio se escurre tan velozmente, tan rápidamente, de tal manera, que con excepción de muy pocos, a los restantes los destituye de la vida justo cuando para vivir se están preparando. Y no es sólo la turba y el vulgo imprudente que gimen de esto que creen un mal común; también este sentimiento ha provocado quejas de claros varones. De ahí viene aquella setenciosa exclamación del príncipe de los médicos: La vida es breve; el arte largo. De ahí también aquella acusación indigna de un hombre sabio que a la Naturaleza hizo Aristóteles, en lid con ella, a saber: que sólo a los animales les otorgó vidas con mano tan larga, que la prolongan por cinco o diez vidas, y que al hombre, en trueque, engendrado para tantas y tan grandes cosas, lo circunscribió a término tan angosto":

viernes, 6 de septiembre de 2013

El Doctor Faustus de Thomas Mann


Goethe-Las desventuras del joven werther


Goethe
Las desventuras del joven Werther (fragmento)

"Wilhem, ¿qué sería sin amor el mundo para nuestro corazón? una linterna mágica sin luz. Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los colores. Y aun cuando no fueran más que eso, fantasmas pasajeros, constituyen nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante esas maravillosas apariciones. Hoy no he podido ver a Lotte, me retuvo una visita ineludible. ¿Qué hacer?. Le envié mi criado solamente por tener a mi alrededor alguien que hoy hubiera estado cerca de ella. Con que impaciencia le estuve esperando, con que alegría volví a verlo. Si no me hubiera dado verguenza me habría gustado tomar su cabeza y la habría besado. Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en sus botones y el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso!. En aquel instante no hubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! Dios te libre de reírte. Wilhem, ¿será la felicidad producto de la fantasía?.
(...)
Muchas veces se ha dicho que la vida humana no es más que un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos estriba en satisfacer nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, ya que nos entretenmos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan... Todo esto, Guillermo, me hace enmudecer. Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y te deseos sin formular, que de realidades y de fuerzas vivas. Y entonces mis sentidos se nublan y sigo por el mundo con mi sonrisa de ensueño."

La caída de los gigantes-Ken Follet

George Eliot-Adam Bede


George Eliot
Adam Bede (fragmento)
"Su mente ofrecía la curiosidad combinación de humillarse en la región del misterio y de ser muy activa, fría y razonable en la del conocimiento.
(...)
Cuando llega la muerte, la gran reconciliadora, jamás nos arrepentimos de nuestra ternura, sino de nuestra severidad".

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El paraiso de las damas de Emile Zola


El maravilloso viaje de Nils Holgersson



El pequeño Nils Holgersson ha sido convertido en un duendecillo en castigo por su mal comportamiento. Para romper el hechizo y volver a ser un niño deberá acompañar a una bandada de gansos en su viaje a través de Suecia. Junto a ellos vivirá numerosas aventuras, unas peligrosas y otras divertidas, pero ninguna le dejará indiferente. Este va a ser par a Nils el viaje de su vida, el descubrimiento de un mundo que le cambiará para siempre y le convertirá en persona, en todos los sentidos.

Un libro de una prosa excelente, cuya autora mereció el premio Nobel de literatura en 1909, repleto de historias emocionantes, personajes conmovedors y brillantes reflexiones sobre la naturaleza humana.

Su libro en (1907) más conocido mundialmente, fue un encargo que le hicieron las autoridades escolares para que escribiera un libro de texto para todas las escuelas en las que se contara la vida y la historia de Suecia y que despertara en el alumnado el amor por su patria. Asi, el duende recorre montado en un ganso todo el país, viviendo un sinfín de aventruas fantásticas; perfecta combinación de realismo y fantasía optimista.


El regreso de Rosamunde Pilcher


Henrik ibsen-Peer Gynt



Henrik Ibsen
Peer Gynt (fragmento)

"Tan extremadamente pobre puede un alma volver a la nada en la niebla gris. Tú, tierra deliciosa, no te enfurezcas por haber pisado tu hierba en vano. Tú, sol delicioso, has rociado con tus rayos lucientes una cabaña deshabitada. No había nadie dentro para calentar y entonar, el dueño, dicen, estaba siempre lejos del hogar."

martes, 3 de septiembre de 2013

La caída de los gigantes de Ken Follet

Maria Edgeworth-Belinda

Maria Edgeworth
Belinda (fragmento)
Encontraron a Lady Anne Percival en medio de sus hijos, rebosantes de salud, de sonrosados rostros, mirando expectantes hacia la puerta en el momento en que oyeron la voz de su padre. Clarence Hervey estaba tan impresionado por la expresión de felicidad que se dibujaba en el rostro de Lady Ane que se olvidó completamente de comparar su belleza con la de la Sra. Delacour. Ya sea que sus ojos fueran grandes o pequeños, azules o de color avellana, no podría decirlo con exactitud; más aún, pero sentía que estaba envuelta por la aureola de un encanto esencial que irradiaba belleza un poder sugerente que atraía cualquier corazón a su favor. El efecto de sus costumbres, al igual que su belleza, era más adecuado para sentirlo que para describirlo. Todo el mundo estaba a gusto en su compañía, y nadie se sentía impelido a admirarla de forma fehaciente. Para Harvey Clarence, que había sido utilizado por la brillante y exigente Sra. Delacour, era particularmente agradable ese respiro frente a la fatiga de tanta admiración. La alegría sin restricciones de Lady Anne Percival hablaba de una mente en paz, de una felicidad inmediata impartida por una simpatía exigente, pero en el talento de la Sra. Delacour y en su alegría había ciertos aspectos alusivos al artificio y al esfuerzo, que a menudo destruían el placer que pretendían comunicar. El Sr. Harvey estaba inusualmente dispuesto a la reflexión, al haber escapado de ese sentimiento de ahogo, pues había realizado todas estas comparaciones, habiendo llegado a esta conclusión, con la precisión de un metafísico, que se ha acostumbrado a estudiar la causa y el efecto-en realidad no había ninguna especie de conocimiento para la que no tuviera elgusto o el talento adecuado, sin embargo para complacer a los más necios, se veía afectada la felicidad de la ignorancia".

domingo, 1 de septiembre de 2013

La delicadeza de David Foenkinos

Georgette Heyer-Arabella

Arabella es la hija mayor de un pastor protestante de Yorshire. Cuando su madrina la invita a pasar una temporada a Londres, la casa del pastor es un revuelo de excitación: la oportunidad que se le presenta a la hermana mayor puede decidir el futuro de las menores, de modo que Arabella deberá elegir muy bien a su marido entre los futuros admiradores, que sin duda serán muchos. Pues esta es la oportunidad que puede cambiar su futuro.

Así pues, cuando el apuesto Beaumaris, el soltero más cotizado entre las debutantes de la alta sociedad londinense, queda prendado de su belleza y sus encantos, el sueño de Arabella parece haberse hecho realidad. Sin embargo, para aprovechar esta increíble oportunidad que el destino ha puesto a su alcance, Arabella tendrá que esforzarse por mantener a raya su impetuosidad y no caer en las trampas y provocaciones de Beaumaris, quien, harto de las chicas que sólo pretenden aprovecharse de su fortuna, muestra su cara más arrogante.

Literatura francesa....

Jens Peter Jacobsen -Deberían haber sido rosas



Jens Peter Jacobsen
Deberían haber sido rosas (fragmento)
"Debería haber habido rosas en la pared gris, agrietada y llena de agujeros con hierba marchita y podía contemplarse la larga y monótona llanura desde la celosía de un amplio balcón. Debería ser fascinante poder descansar en el interior de aquel jardín.
Y eso hicieron a menudo.
Odiaban el interior de la magnífica villa antigua, con su escalera de marmol, sus gruesas tapicerías y aquellos árboles añejos, pinos, laureles, fresnos , cipreses y robles, coronados de orgullo. Durante toda la etapa de su crecimiento odiaron con el odio que sienten los corazones inquietos hacia todo aquello que es común, trivial, anodino y que sienten como algo hostil. Pero desde el balcón se podía al menos mirar hacia lo lejos, y fue ésa la razón de que permanecieran allí, una generación tras otra, y todos contemplaban el enigmático horizonte lejano. Brazos adornados con brazaletes de oro han permanecido soñadores en el borde la barandilla de hierro y más de una rodilla cubierta de seda ha sido presionada contra los negros arabescos, se exhibieron cintas de colores, mientras rostros sonrientes saludaban en señal de amor y encuentro. Amas de casa y mujeres embarazadas también pasaron por aquí, enviando mensajes imposibles en la distancia. ¡Mujeres y hombres! Era posible matar con un solo pensamiento o abrir las puertas del infierno con un solo deseo. Almas demacradas y vírgenes blancas que presionaban el enrejado negro, como una bandada de palomas perdias, gritando a los pájaros imaginarios".

Elizabeth Gaskell-Cranford



Elizabeth Gaskell
Cranford (fragmento)
"Las mujeres se ocupan de los jardines repletos de flores exquisitas sin una mala hierba que los afee; para ahuyentar a los rapaces que contemplan con anhelo dichas flores a través de la verjas; para espantar a los gansos que se aventuran en los jardines si por azar queda la cerca abierta, para decidir en materia de literatura y política sin inquietarse por razones o argumentos innecesarios, para obtener una información clara y correcta de todos los miembros de la parroquia".