"He vivido en todas partes y siempre como corresponde a un caballero. Era pobre, es cierto, pero mi boda fue para mí algo así como si me rebajara. Me casé con la viuda de un posadero a los pocos meses de llegar a Marsella, de eso hace ya dos años y fue ya tarde como me di cuenta de que nuestros caracteres no congeniaban. Ella tenía dinero y eso fue motivo de algunas discusiones. Cada vez que necesitaba una pequeña cantidad se producía una pelea en nuestro hogar. Hizo una pasusa breve y continuó:
-Una tarde, mi esposa y yo nos paseábamos como dos buenos amigos por el acantilado que domina el mar y ella tuvo la desdichada idea de aludir a sus parientes. Debo añadir que sus parientes eran unos indeseables que siempre la estaban excitando contra mí. Intenté razonar con ella y le reproché que se dejara influenciar en contra de su esposo. La señora Rigaud replicó airadamente. Yo también. Ella se acaloró y yo me acaloré también y la insulté. Reconozco que le dije unas cuantas cosas bastantes irritantes. Finalmente, la señora Rigaud, en un rapto de furor que no dejará nunca de deplorar, se lanzó contra mí lanzando gritos de rabia, me rasgó el traje, me arrancó algunos cabellos y finalmente se lanzó al vacío, creyendo sin duda que lo hacía contra mí. Por desgracia se destrozó el cráneo contra las rocas del fonde del acantilado. Esta es la serie de hechos que la calumnia ha querido torcer para hacer creer a los jueces que se trata de un intento mío de obligar a la señora Rigaud a renunciar a sus derechos y que según dicen acabó con la violencia ante su negativa. En fin: dicen que la asesiné.
-Es un asunto muy enojoso-exclamó el italiano.
-¿Qué quieres decir?
-¡Están tan cargados de prejuicios los jueces y los tribunales!- añadió con prudencia Cavalleto.
-¡Bueno! -exclamo el otro lanzando un juramento-. Que hagan lo que les venga en gana.
-Es lo que harán, sin duda -murmuró Joh Baptiste en voz baja.
No volvieron a intercambiar más palabras, aunque los dos se pusieron a pasear de un extremo a otro del calabozo, cruzándose constantemente. Poco después, el chirrido de un cerrojo les hizo detenerse.
-Vamos , señor Rigaud, dijo el carcelero-. Tenga la bondad de salir. -Por lo visto me espera ya la gran ceremonia -exclamó el interpelado al ver los guardias que acompañaban al carcelero-. Tengo buena escolta.
Encendió otro cigarrillo, se puso el sombrero y salió del calabozo sin preocuparse más de Cavalleto. Los soldados iban a las órdenes de un oficial bastante grueso que llevaba la espada en la mano. Hizo colocar al señor Rigaud en medio de la patrulla, se puso al frente de la misma y dio la voz de "¡Marchen!". La puerta del calabozo volvio a cerrarse, rechinó la llave y el preso, al darse cuenta de que había quedado a solas, corrió a la ventana esforzándose en no perder detalle hasta que el último soldado desapareció de su vista".
No hay comentarios:
Publicar un comentario