jueves, 15 de agosto de 2013

Lou Andreas-Salomé (Correspondencia)

Lou Andreas-Salomé
Correspondencia (fragmento)

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Göttingen, 24 de junio de 1914, miércoles.
Después de dos días de ausencia (para ir a hablar con alguien) estoy de regreso hoy, e íntegramente con tus palabras y a solas con ellas ante este «viraje decisivo» que lo es y sin embargo ya no lo es, pues se preparaba desde hace mucho tiempo, casi realizado ya: tu cuerpo lo sabía, por decirlo así, antes que tú mismo, pero claro, del modo en que los cuerpos pueden saber —con una fidelidad, una rectitud infinitas, de manera que ello debía conducir a un nuevo malentendido con el espíritu por algún tiempo. ¿Sabes en qué podía reconocerse? En los ojos, ellos, que miran, que conquistan la figura única de mil matices que «todavía no había sido amada»; los ojos que querían amar transgredieron el límite que les fue impuesto y (¿te acuerdas de lo que me habías dicho?) los ojos celebraron nupcias en una mirada, no sólo en sentido poético sino, a decir verdad, en el sentido más corporal, hasta la agitación de la sangre, como si en aquellos momentos se hubiese producido mucho más que una simple mirada. (Así fue en el caso de la muchachita que se miraba en tus ojos como en un espejo, mientras se arreglaba; así, en otros casos más personales).Pero, en cuanto a los ojos, abandonados al esfuerzo de su búsqueda, más allá del límite de lo que habitualmente sólo debieran llevar al espíritu, en su ver sólo podían hacerse cada vez más corporales y, en cierto modo, aprovechándose de confusiones con hechos acaecidos (procesos subterráneos que no se realizaban en la superficie del cuerpo, dispuesta hacia lo exterior), solo podían conocer extraños tormentos; pues la «labor del corazón», al contacto con lo que no había sido más que un ver artístico, sólo podía realizarse a partir del fondo más interior. Así fue cómo ocurrió que, por ejemplo, la sangre afluyera a los ojos en forma de congestión, determinando dolorosas presiones; como si este flujo tendiera, por error, a transformar los ojos en órganos genitales, a transformarlos en aquello mismo de lo que proceden los milagros corpóreamente generadores; y sufrían, en la lucha de su sincero esfuerzo, que sólo los conducía a una disensión con el cuerpo, en lugar de procurarle la calma. Hasta que el corazón se puso a latir al ritmo del gran amor en el cual lo exterior y lo interior se unen, el amor que, de repente, se da cuenta de todos sus tesoros y los examina como a las novias.
Lo que hace el amor de este modo es obscuro, grave y magnífico, y se sitúa del lado de la vida; ¡quién osará descubrir sus primeros frutos! Por lo demás tú mismo los vivirás. No sin interrupciones ni dudas, ciertamente. Querido, mi querido viejo Rainer, creo que no debiera escribirlo aquí —por lo demás no hay nada aquí que pueda verdaderamente escribirse—, tengo la impresión de que estamos, en alguna parte, estrechamente el uno al lado del otro (poco más o menos como en Dresde cuando, consultando el indicador, de repente nos entraron ganas de volver a Múnich), apretados el uno contra el otro como niños que se cuchichean mutuamente algo doloroso o tranquilizador.
Y me gustaría seguir escribiendo, decir y seguir diciendo: no porque sepa verdaderamente muchas cosas, sino porque los acentos de tu corazón, esos acentos profundos, nuevos, los percibo en lo más profundo de mi alma (aunque de muy distinto modo que tú por el hecho de que, en cuanto mujer, una se halla enraizada, en cierto modo, en este dominio).
Si tienes que ir a Leipzig, ¿no podríamos, no deberíamos, no querríamos vernos antes, en caso de que tú quisieras, a mitad de camino, a la orilla del Rhin? Lou.
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