jueves, 28 de noviembre de 2013

Historia de la literatura

Cartas a Felice, Franz Kafka



Entre el 20 de septiembre de 1912 y el 16 de octubre de 1917 Franz Kafka escribió las más de quinientas cartas que componen este libro. Fueron dirigidas a la mujer con la que, tal cual era a veces su convicción, quería casarse, con la que se prometió en dos ocasiones y con la que rompió en otras tantas. Las escribe un joven Kafka que se debate entre dos pasiones: el amor por Felice y su entrega al oficio de escritor.

«Últimamente he visto con asombro de qué manera se halla usted ligada íntimamente a mi trabajo literario», escribe en una de ellas el autor checo, y a lo largo de estas apasionadas y apasionantes páginas seremos testigos privilegiados del proceso de creación de sus principales obras.

Además, nos sitúan en un tiempo y en un espacio: la Praga de Kafka, su casa y su trabajo, su familia y, especialmente, sus lecturas: «Siento como parientes consanguíneos míos a Grillparzer, Dostoyevski, Kleist y Flaubert [...] solamente Dostoyevski se casó, y quizás solo Kleist, cuando, bajo la presión de aflicciones externas e internas, se pegó un pistoletazo junto al Wannsee, encontró la salida
que necesitaba».

«Las Cartas están llenas de temor, indecisión, desvalimiento y, en primer término, inconcebibles dosis de intimidad. Nadie se ha desnudado tan atrozmente como el hombre que se confiesa y flagela ante Felice. No obstante, todo está formulado de una manera que lo convierte en ley y conocimiento. Nada de lo que leemos se puede olvidar. Es como si hubiera sido escrito bajo nuestra piel.»

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La dulce de Fiódor Dostoievski







«Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir… De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente aclarársela». Así explica Dostoievski su obra en la «Nota del autor» que precede a La dulce, a la que llama relato fantástico.
La dulce se basa probablemente en hechos verídicos en que el autor ruso se inspiró para escribir una de sus más inquietantes novelas cortas. Como si de un viaje al pasado se tratara, Dostoievski, a través de las contradicciones, remordimientos y justificaciones en el soliloquio del protagonista «ante un auditorio invisible o una especie de juez», investiga en los recuerdos a la búsqueda de la verdad que se esconde en el alma humana. 

" Soy un experto en hablar en silencio, toda mi vida he hablado en silencio. He vivido en silencio verdaderas tragedias. ¡Y es que yo también he sido un desgraciado! ¡Todo el mundo me ha rechazado y olvidado, y eso nadie lo sabe!... 

lunes, 25 de noviembre de 2013

Dino Campana


Dino Campana
Mujer genovesa

" Tu me trajiste un poco de algas marinas
en tus cabellos y un olor de viento,
que viniendo de lejos llega grave
de ardor, había en tu cuerpo bronceado
o la divina
simplicidad de tus formas esbeltas:
no amor ni sufrimiento, un fantasma,
una sombra de la necesidad que vaga
serena e ineluctable por el alma
y la disuelve en júbilo, en encanto, serena,
para que pueda el viento del sudeste
llevarla al infinito.
¡Que pequeño y ligero es el mundo en tus manos!
"


sábado, 23 de noviembre de 2013

ELIZABETH BARRET BROWNING, poetisa inglesa (1806-1861)



“Con el corazón transido durante horas, aproveche un temprano momento de soledad para llorar amargamente. De repente, tras mi almohada asomó una pequeña cabeza peluda que frotó contra mi sus orejas y su hocico, en respuesta a mi pena, y secó mis lágrimas cuando asomaron”.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Mi madre y la música de Marina Tsvetaeva

 
Marina Tsvetaeva
Mi madre y la música (fragmento)

" Mi madre se alegraba de mi oído y, sin proponérselo, me elogiaba por él, pero inmediatamen­te después de cada «¡Bravo!» que se le escapaba, añadía con frialdad: «Por lo demás, no es mérito tuyo. El oído – viene de Dios». Así se me quedó grabado para siempre, que el mérito no es–mío, que el oído- viene de Dios. Esto me preservó tanto de la arrogancia como de la no confianza en mí misma, de cualquier tipo de petulancia en el arte–ya que el oído viene de Dios. «Lo tuyo es–el empeño, porque todo don divino puede ser arruinado»–decía mi madre por encima de mi cabeza de cuatro años, que evidentemente no comprendía y–por eso– lo retenía todo de ma­nera que luego fuese imposible borrarlo. Y si no arruiné mi oído, no sólo no lo arruiné yo: no permití a la vida que lo arruinara ni lo asfixiara (¡y cómo lo intentó!); de esto también es responsa­ble mi madre. Si con mayor frecuencia las madres dijeran cosas incomprensibles a sus hijos, estos hijos, al crecer, no sólo comprenderían más, sino que actuarían con mayor seguridad. Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo más profundamente arraiga­rán en él, más indiscutiblemente actuarán: «Padre nuestro que estás en los cielos…»
Con el piano–con el do–re–mi– puesto en te­clas también hice amistad de inmediato. Resultó que yo tenía una mano sorprendentemente flexible. «¡Cinco años, y ya casi alcanza la octava, con un poquito más que la abra!-decía mamá, alargando con la voz la distancia que faltaba, y, para que yo no presumiera–: Aunque, ¡también sus pies son así!» suscitando en mí con estos «pies» la vaga pero aguda tentación de probar alguna vez a alcanzar la octava con el pie (¡más aún cuando yo era la única de entre todos los niños que podía separar los dedos del pie en forma de abanico!), cosa que, sin embargo, jamás me atreví no digamos a hacer, ni siquiera a pensar con seriedad, puesto que «el piano es sagrado», y no se puede poner nada encima de él, no sólo los pies, ni siquiera los libros. En cuanto a los periódicos, mi madre, con la altiva perseverancia de un mártir, cada mañana, sin decir una sola palabra a papá, que invariable e inocentemente los había colocado allí, los retiraba–relegaba– del piano.
"

viernes, 1 de noviembre de 2013

El abrazo Frío de Mary Elizabeth Braddond



Él era un artista; las cosas como las que le pasaron, algunas veces les pasan a los artistas.Él era alemán; las cosas como las que le pasaron, algunas veces le pasan a los alemanes.
Él era joven, apuesto, estudioso, entusiasta, metafísico, descuidado, incrédulo, despiadado.
Y siendo joven, apuesto, y elocuente, también fue amado.
Él era un huérfano, bajo la tutoría del hermano de su difunto padre, su tío Wilhelm, en cuya casa él había vivido desde su temprana infancia; y aquella que lo amó era su prima, Gertrude, a quien le juró que amaba, a cambio.
¿Él la amaba? Sí, cuando por primera vez se lo juró, sí. Pero pronto su pasión terminó; ¡y cómo al final se convirtió en un sentimiento miserable en el egoísta corazón del estudiante! ¡Pero que bello sueño, cuando él tenía solo diecinueve años, y había regresado de su aprendizaje con un gran pintor en Amberes, y ellos vagaban juntos en los más románticos alrededores de la ciudad, con rosado crepúsculo o con la divina luz de luna o la brillante y jovial luz matinal!
Ellos tenían un secreto, que era la ambición del padre de la chica de que ella tuviera un rico pretendiente. Era una lúgubre visión frente al amor soñado.
Así que se comprometieron; y estando uno al lado del otro, cuando la agonizante luz del sol y la pálida luz de la luna dividían los cielos, él puso el anillo de compromiso en el dedo de ella, en su blanco e inmaculado dedo, cuya delgada forma él conocía bien. Este anillo era bastante particular, tenía la forma de una gran serpiente dorada, la cola en la boca, que era el símbolo de la eternidad; había pertenecido a su madre, y él lo podría haber reconocido de entre cientos. Si se hubiera vuelto ciego al otro día, él podría distinguirlo entre cientos con solo el tacto.
Lo puso en el dedo de ella, y ambos se juraron fidelidad, el uno al otro, por siempre jamás, sin importar peligros o dificultades, en los pesares y en los cambios, en la riqueza o la miseria. Aún debían conseguir el consentimiento del padre para consumar su unión, pero ya estaban comprometidos, y solo la muerte podría separarlos.
Pero el joven estudiante, burlón de las revelaciones, y entusiasta adorador de lo místico, preguntó:
"¿Puede la muerte separarnos? Yo podría regresar a ti, Gertrude. Mi alma podría volver para estar cerca de mi amor. Y tú, tú, si tu mueres antes que yo, la fría tierra no podría separarte de mí; si me amas, tu regresarías, y nuevamente estos bellos brazos estarían alrededor de mi cuello, como lo están ahora."
Pero ella le respondió, con un extraño brillo en sus profundos ojos azules, que el que muriera lo haría en paz con Dios e iría feliz al cielo, y no podría regresar a la atribulada tierra; y solamente el suicidio, la pérdida que provoca que los afligidos ángeles cierren las puertas del Paraíso, provoca que el infausto espíritu persiga a los vivos.
Transcurrió el primer año de su compromiso, y ella se quedó sola, a causa del viaje de él a Italia, por comisión de algún hombre rico, para copiar Rafaeles, Tizianos y Guidos en una galería en Florencia. Quizás habría marchado para ganar fama; pero esto no era lo peor... ¡sino que se había ido! Por supuesto, su padre extrañó a su joven sobrino, quien había sido como un hijo para él; y pensó que la tristeza de su hija no era más que la que una prima puede sentir por la ausencia de un primo.
Durante ese tiempo, las semanas y los meses pasaron. Los amantes se escribían, primero muy seguido, luego con menos frecuencia, al final dejaron de hacerlo.
¡Cuántas excusas ella se inventó para él! ¡Cuántas veces ella fue a la lejana oficina postal, a la que él dirigía sus cartas! ¡Cuántas veces ella esperó, solo para verse decepcionada! ¡Cuántas veces ella desesperó, solo para tener una nueva esperanza!
Pero la real desesperación vino, al final, y no se fue más. El rico pretendiente apareció en escena, y el padre se decidió. Ella tenía que casarse de inmediato, y la fecha de la boda se fijó para el quince de junio.
La fecha parecía abrasarle la mente.
La fecha, escrita en fuego, danzaba permanentemente frente a sus ojos. Esa fecha, gritada por las Furias, sonaba continuamente en sus oídos.
Pero aún no era tiempo, estábamos a mediados de mayo, estábamos a tiempo para escribirle una carta a Florencia; era tiempo de que regrese a Brunswick, para tomarla y unirse en matrimonio a ella. A pesar de su padre, a pesar del mundo entero.
Pero los días y las semanas volaron, y él no escribió. Y tampoco vino. Esto en verdad la desesperó, y ese sentimiento se adueñó de su corazón y ya no se marchó.
Llegó el catorce de junio. Por última vez ella fue a la pequeña oficina postal; por última vez hizo la vieja pregunta, y por última vez le respondieron: "No; no hay carta."
Por última vez, ya que al otro día sería la fecha fijada para la boda. Su padre no escucharía apelaciones; su rico pretendiente no escucharía sus oraciones. Ellos no querían demorarse ni un solo día, ni una hora; esa noche sería suya, esa noche, ella podría hacer lo que quisiera.
Ella tomó otro camino que el que llevaba a su casa; se dio prisa a través de algunas callejuelas de la ciudad, pasó por un solitario puente, donde ella y su amado habían estado de pie frente al crepúsculo, mirando el cielo tornarse rosado, y el sol caer sobre el horizonte del río.
Él regresó de Florencia. Él había recibido la carta de ella. Esa carta, borroneada con lágrimas, surcada de ruegos y llena de desesperanza. Él la había recibido, pero ya no la amaba. Una joven florentina, quien había posado para él como modelo vivo, poblaba sus ilusiones. Y Gertrude había quedado casi olvidada. Si ella tenía algún pretendiente rico, bien; la iba a dejar que se casara; mejor para ella, mejor para él. Él ya no tenía deseos de encadenarse a ninguna mujer. ¿No tenía su arte? Su eterna novia, su constante mujer.
De esta manera él decidía demorar su vuelta a Brunswick, de manera que cuando arribara, el casamiento ya se hubiera celebrado, y él pudiera saludar a la novia.
¿Y los votos, las ilusiones místicas, la creencia en su regreso después de la muerte, para abrazar a su amada? Oh, extinguidos para siempre de su vida; desaparecidos para siempre, solo sueños irracionales de su juventud.
Así que el quince de junio él entró en Brunswick, por ese mismo puente en el que había estado de pie, con las estrellas cayendo sobre ella, bajo el cielo nocturno. Caminó a través del puente, un perro tosco le seguía el paso, y el humo de su corta pipa rizándose en forma de guirnaldas fantásticas en el puro aire de la mañana. Llevaba su cuaderno de bocetos bajo el brazo, y se su ojo artístico se vio atraído por algunos objetos, ante los cuales se paró a dibujarlos: unas hierbas y unos guijarros sobre la ribera del río; un despeñadero sobre la orilla opuesta; un grupo de sauces a la distancia. Cuando hubo terminado, admiró su dibujo, cerró el cuaderno, vació las cenizas de la pipa, volvió a llenarla con su bolsa de tabaco, y cantó el refrán del feliz bebedor, llamó al perro, fumó nuevamente, y siguió caminando. Súbitamente volvió a abrir el cuaderno; esta vez le atrajo un grupo de figuras, pero ¿qué eran?
No era un funeral, puesto que no estaban de luto.
No era un funeral, pero había un cadáver en un tosco ataúd, cubierto con una vieja vela, llevada por dos de los portadores.
No es un funeral, puesto que los portadores son pescadores, pescadores en su atuendo de todos los días. A unas cien yardas de donde él estaba, hicieron un alto en el camino y tomaron un respiro. Uno se quedó parado a la cabeza del ataúd, los otros se sentaron a los pies.
Y de esta manera, él dio dos o tres pasos para atrás, seleccionó su punto de vista, y comentó a esbozar un rápido contorno. Lo pudo terminar antes que volvieran a ponerse en marcha; pudo escuchar sus voces, a pesar que no podía entender sus palabras, y se preguntó de que podrían estar hablando. Caminó hacia ellos y se les unió.
"Mis amigos, ¿llevan ahí un muerto?" preguntó.
"Sí; un muerto que fue echado a tierra hace una hora."
"¿Ahogado?"
"Sí, ahogado. Una joven, muy bonita."
"Las suicidas siempre son bonitas," dijo el pintor; y entonces se quedó para un rato de pipa y meditación, mirando la sutil forma del cuerpo y los pliegues de la lona que lo cubría.
La vida era una temporada de verano para él, joven, ambicioso, listo, ya que aquello que parecía luto y congoja, no parecía tener parte en su destino.
Al final, pensó que, si esta pobre suicida era tan bonita, él tenía que hacer un boceto de ella.
Dio a los pescadores algún dinero, y ellos accedieron a remover la lona que cubría sus facciones.
No; se diría a sí mismo. Él levantó la áspera, tosca y húmeda lona de su rostro. ¿Qué rostro? El mismo que había brillado en los irracionales sueños de su juventud; el rostro que una vez fue la luz de la casa de su tío. Su prima Gertrude... ¡Su prometida!
Él vio, como en un atisbo, mientras respiraba profundo, las facciones rígidas, los brazos fríos, las manos cruzadas sobre el pecho helado; y, sobre el tercer dedo de la mano izquierda, el anillo, el mismo que había sido de su madre, esa serpiente dorada; el anillo, el mismo que si él hubiera sido ciego, podría reconocer solo al tacto entre cientos de anillos.
Pero él es un genio y un metafísico, una pena, una verdadera pena. Su primer pensamiento fue la huida, una huida hacia cualquier otro lugar, fuera de aquella maldita cuidad, cualquier lugar, lejano a aquel espantoso río, cualquier lugar libre de los recuerdos, lejos del remordimiento: cualquier lugar para olvidar.
Solo cuando su perro se echó a sus pies, fue que se sintió exhausto, y buscó sentarse en algún banco, para descansar. ¡Cómo le daba vueltas el paisaje frente a sus obnubilados ojos, mientras en su cuaderno el boceto de los pescadores y el féretro cubierto con una lona resplandecía por sobre la penumbra!
Al final, luego de quedarse un largo rato sentado a un costado del camino, un rato jugando con el perro, otro rato fumando, otro rato despatarrándose, mirando todo como cualquier estudiante feliz y haragán podría haber mirado, aunque por dentro devorándose la mente con un mismo pensamiento, el de aquella escena matinal, recuperó la compostura, y trató de pensar en sí mismo, ya no más en el suicidio de su prima. Aparte de esto, él no estaba peor de lo que había estado el día anterior. No había perdido su genio; el dinero que había ganado en Florencia aún permanecía en su bolsillo; él era su propio maestro, libre de ir adonde quisiera.
Y mientras seguía sentado en el costado del camino, tratando de separarse a sí mismo de la escena que vio a la mañana, tratando de expulsar de su mente la imagen del cadáver cubierto con la lona de vela, tratando de pensar que haría al siguiente momento, donde iría, lo más lejos posible de Brunswick y del remordimiento, la vieja diligencia vino a los tumbos. Él la recordó; iba desde Brunswick a Aix-la-Chapelle.
Él le silbó al perro, gritó al cochero que detuviera su vehículo y brincó dentro del carro.
Durante toda la tarde, y luego, toda la noche, a pesar que no pudo cerrar sus ojos, nunca dijo una palabra; pero cuando la mañana volvió a romper, y los otros pasajeros se despertaron, comenzando a hablarse unos con otros, él se plegó a la conversación. Les contó que era un artista y que iba a Colonia y a Amberes para copiar unos Rubens, y la gran pintura de Quentin Matsys, en el museo. Recordó, luego de hablar y reír bulliciosamente, y antes, mientras hablaba y reía de manera ruidosa, a un pasajero, mayor y más serio que el resto, que abrió su ventana, cerca suyo, y le dijo que pusiera su cabeza fuera. Recordó el aire fresco golpeando en su cara, el canto de los pájaros en sus oídos, y los campos que se extendían hacia el horizonte frente a sus ojos. Él recordó esto, y luego cayó en un estado inánime, en el piso de la diligencia.
Fue la fiebre que lo mantuvo en el lecho durante unas seis largas semanas, en un hotel de Aix-la-Chapelle. Él se puso bien, y, acompañado por su perro, comenzó a caminar a Colonia. Nuevamente era su antiguo ser. De nuevo el humo azulado de su corta pipa daba vueltas por el aire de la mañana, mientras él cantaba una vieja canción de la universidad que festejaba el buen beber, y de nuevo parando aquí y allá, meditando y dibujando bosquejos.
Él era feliz, y había olvidado a su prima, y así se dirigía a Colonia.
Fue en la gran catedral que se quedó parado, con el perro a su lado. Era de noche, las campanas habían terminado de anunciar la hora, y dieron las once; la luz de la luna llena iluminaba el magnífico edificio, sobre el cual el ojo del artista vagaba en busca de la belleza de la forma.
No estaba pensando en su prima ahogada, ya que la había olvidado y ahora se sentía feliz.
Súbitamente alguien, algo, por detrás suyo, le colocó dos fríos brazos alrededor de su cuello, y abrazó las manos sobre su pecho.
Y no había nadie detrás suyo, ya que en la calle bañada por la luz lunar, se proyectaban solo dos sombras, la propia y la de su perro. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie, nada que ver a lo largo y a lo ancho de la cuadra, más que él mismo y su perro; y a pesar que lo sintió, no pudo ver los frígidos brazos que se abrazaron a su cuello.
No era un abrazo fantasma, ya que él pudo sentirlo al tacto, aunque no podía ser real, ya que no podía ver nada.
Trató de quitarse de encima esa gélida caricia. Se puso sus propias manos en el cuello para desunir aquellas que lo rodeaban. Pudo sentir los largos y delicados dedos, húmedos al tacto, y sobre el tercer dedo de la mano izquierda, logró palpar el anillo que había sido de su madre, la serpiente dorada, el anillo que él había dicho que podría reconocer al tacto entre cientos de ellos. ¡Él ahora lo sabía!
Los helados brazos de su prima muerta estaban rodeándole el cuello, las manos de ella estaban firmemente agarradas entre sí sobre su pecho. Se dijo a sí mismo que si se estaría volviendo loco.
"¡Up, Leo!" se gritó. "¡Vamos, muchacho!" y el Terranova saltó a sus hombros, y cuando sus patas tocaron las manos de la muerta, el animal lanzó un terrorífico aullido, y salió disparado del lado de su amo.
El estudiante se quedó parado a la luz de la luna, con los brazos muertos alrededor de su cuello, y el perro a distancia considerable, aullando lastimosamente.
Un sereno, alarmado por el aullido del animal, llegó a la escena para ver que era lo que ocurría.
Al siguiente instante el gélido abrazo se desvaneció.
El joven marchó a la casa del sereno y luego al hotel. Antes le dio un dinero; en gratitud podría haberle dado la mitad de su pequeña fortuna.
¿Volvió a aparecer este abrazo mortal?
Intentó no volver a quedarse solo; se hizo con cientos de conocidos, y compartió los cuartos de otros estudiantes. La gente comenzó a notar su extraño comportamiento, y comenzaba a creer que estaba loco.
Pero, a pesar de estos intentos, otra vez se quedó solo; fue una noche en que la plaza quedó desierta por un momento, y él comenzó a caminar por la calle, pero la calle estaba también desierta, y por segunda vez sintió los fríos brazos sobre su cuello, y por segunda vez, cuando llamó a su animal, este saltó lejos de su amo con un lastimero aullido.
Luego de dejar Colonia, ahora viajando a pie por necesidad (ya que su dinero comenzaba a escasear), se unió a unos vendedores ambulantes, de manera que podía estar todo el día con gente, y hablar con quien quiera que se encontraba, tratando de llegar a la noche y estar en compañía de alguien.
A la noche dormía cerca del fuego de la cocina de la posada en la que paraba; pero cualquier cosa que hiciera, él se quedaba solo con frecuencia, y siendo cosa común para él, volvía a sentir el frío abrazo alrededor de su cuello.
Muchos meses pasaron desde la muerte de su prima, otoño, invierno, hasta que llegó la primavera. Su dinero casi se había agotado, su salud estaba severamente dañada, y él era la sombra de quien solía ser. Se encontraba cerca de París. Había acudido a esta ciudad durante la época del Carnaval. En París, la época del Carnaval le significaba que no se volvería a quedar solo, y no volvería a sentir esa mortal caricia, hasta que podría recobrar su alegría perdida, su estado de salud, y una vez más reiniciar su oficio y profesión, para una vez más ganar dinero y fama por su arte.
¡Cuánto que intentó salvar la distancia que lo separaba de París, mientras día a día se debilitaba más y más, y su caminar se hacía más lento cada vez!
Pero al final, luego de mucho tiempo, logró alcanzar la ciudad. Esta es París, en la que él ingresa por primera vez, París, la que había soñado tanto, París cuyo millón de voces podía exorcizar su fantasma.
París le pareció esa noche un vasto caos de luces, música y confusión. Luces que danzaban ante sus ojos y que jamás se quedaban quietas, música que sonaba en su oído y lo ensordecían, confusión que hacía que su cabeza se vea presa de un inacabable remolino.
Llegó a la Casa de la Opera, donde se daba el baile de máscaras. Había ahorrado un dinero para comprar un boleto de admisión, y para alquilar un disfraz de dominó para cubrir su zaparrastrosa indumentaria. Parecía que había pasado solo un momento desde que había pasado las puertas de la ciudad y ahora se encontraba en medio de un salvaje alboroto en el baile de la Casa de la Opera.
No más oscuridad, no más soledad, sino que una multitud enloquecida, gritando y bailando frenéticamente, del brazo de una chica.
La tempestuosa alegría que sentía seguramente haría que regrese su vieja despreocupación. Él pudo escuchar a la gente a su alrededor hablando de la salvaje conducta de algunos estudiantes borrachos, y fue a él a quien señalaron mientras decían esto, a él, que no se había mojado los labios desde la noche anterior; a pesar que sus labios estaban deshidratados y su garganta seca, él no podía beber. Su voz era densa y ronca, y su articulación poco clara; pero su vieja despreocupación volvió, y él se hizo poco problema.
La chica se cansó, su brazo permaneció en su hombro, mientras las otras bailarinas se fueron yendo, una por una.
Las luces de los candelabros, fueron extinguiéndose una por una.
Los decorados comenzaron a oscurecerse ante la disminución de la iluminación.
Una débil luz de las últimas lámparas, y un pálido haz de luz grisácea proveniente del nuevo día, comenzó a avanzar por entre las persianas medio abiertas.
Y por esta luz la chica se fue desvaneciendo. Él miró en su rostro. ¡Cómo iba sucumbiendo el brillo de sus ojos! De nuevo volvió a mirar en su rostro. ¡Qué pálido se había puesto su rostro! Y una vez más volvió a mirar, y ahora observaba la sombra del que fue un rostro.
De nuevo, el brillo de los ojos, el rostro, la sombra del rostro. Todo se había ido. Y él volvió a quedarse solo; solo en un salón tan vasto.
Solo, y, en un terrible silencio, escuchó los ecos de sus propios pasos en una tétrica danza que no tenía música.
Sin ninguna otra música más que el golpeteo del corazón contra su propio pecho. Los brazos helados volvían a rodearle el cuello, a arremolinarse en torno suyo, ellos no iban a soltarse, tampoco a fundirse; él ya no podía escapar de aquel álgido abrazo más de lo que podía escapar de la muerte. Miró detrás suyo, no había nada más que él mismo en un gran salón vacío; pero podía sentirlo, el frío mortecino, y aquellos largos y delgados dedos, y el anillo que había sido de su madre.
Trató de gritar, pero ya no tenía más poder en su garganta reseca. El silencio del lugar únicamente fue roto por los ecos de sus propios pasos en aquella danza de la que no podía liberarse a sí mismo. ¿Quién podía decir que no tenía pareja de baile? Los gélidos brazos que estaban prendidos a su pecho. Y él no rehuiría de tal caricia. ¡No! Una polka más y caería muerto.
Las luces se apagaron del todo, y media hora después, los gendarmes llegaron con una linterna para ver si el salón había quedado vacío; un perro los seguía, un gran perro que habían encontrado sentado frente a la entrada del teatro. Cerca de la entrada principal tropezaron con...
El cadáver de un estudiante, que había muerto de inanición, y por la rotura de los vasos sanguíneos.
Mary Elizabeth Braddon.