lunes, 16 de diciembre de 2013

Alan Alexander Milne



Alan Alexander Milne
Winnie de Puh (fragmento)

" La Poesía y las Canciones no son cosas que uno atrapa, sino cosas que le atrapan a uno. Y lo único que se puede hacer es ir al lugar donde ellas te puedan encontrar. "

sábado, 14 de diciembre de 2013

Edward Bulwer-Lytton (Londres, 1803 - Londres, 1873 )

 
Edward Bulwer-Lytton fue un político, poeta y crítico británico, además de un novelista prolífico. Nació en Londres en 1803, en el seno de una prominente familia.
Niño delicado y neurótico, pero muy precoz, a los 15 años había publicado un libro, aunque de escasa calidad: Ishmael and other Poems. Estudió en el Trinity College, en Cambridge y frecuentó la alta sociedad en calidad de dandy. En 1827, contra los deseos de su madre, se casó con la irlandesa Rosina Doyle Wheeler. Debido a los lujosos gastos del matrimonio, Edward tuvo que trabajar y se convirtió en un fecundo y exitoso autor, en la misma medida que Dickens o Thackeray. Publicó novelas, poemas, obras de teatro, ensayos, cuentos, traducciones y volúmenes de historia. Su matrimonio resultó no solo un fracaso, sino además un auténtico escándalo. Rosina denunció en diversos escritos el comportamiento de su marido, y él le retiró su asignación y le negó ver a sus hijos. En 1831 resultaría elegido para el Parlamento, puesto que conservó durante nueve años. Poco después publicaría la obra que lo consagraría, Los últimos días de Pompeya (1834), el único de sus títulos que perduró. Aun así, es autor de una gran cantidad de relatos y novelas macabras, a reivindicar, como Zanoni (1842), el presente La casa y el cerebro (1859), conocida también como The Haunters and the Haunted, y que está considerado por autores de la talla de Lovecraft como el mejor cuento de casas encantadas jamás escrito, o A Strange Story (1862). Para entonces, su fama era tal que ese mismo año, tras la abdicación del rey Otto de Grecia, le fue ofrecida la corona griega, que él rechazó. En 1866, Bulwer-Lytton ascendió a la nobleza como primer Barón Lytton. Falleció el 18 de enero de 1873 de una infección de oído que le afectó al cerebro y le ocasionó un ataque.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Thomas Mann

 
La montaña mágica (fragmento)

Tal era la imagen que el anciano, durante su vida y después de ella, mostraba a la mirada de sus conciudadanos, y aunque el pequeño Hans Castorp no entendía nada de los asuntos públicos, sus ojos infantiles, de mirada contemplativa, hacían poco más o menos las mismas observaciones -observaciones mudas y, por consiguiente, faltas de crítica, aunque llenas de vida y que más tarde, como recuerdo consciente, conservaron su carácter hostil a todo análisis verbal, siendo tan sólo afirmativo-. Como ya se ha dicho, la simpatía estaba presente, era una afección y afinidad íntima que a veces franquea la barrera de las generaciones. Los niños contemplan para admirar y admiran para aprender y desarrollar lo que llevan por herencia. "

La señorita Mapp de E.F. Benson

 
Una comedia chispeante y antológica que nos recuerda al mejor Wodehouse. Un clásico que constituye una de las cumbres de su autor.
La señorita Mapp (a la que ya conocimos en la soberbia Mapp y Lucía) es una de las más excéntricas damas villanas de la comedia British. Reina y señora del pueblecito costero de Tilling, a cuyos habitantes maneja con mano de hierro en guante de terciopelo, la señorita Mapp es avara, intrigante y rencorosa, además de una cotilla de cuidado. Una mujer, en suma, tan fascinante y letal como una cobra. En Tilling someterá a padecimientos sin cuento a su círculo social: el mayor Benjamin Flint, obsesionado con el whisky y el golf, y con quien la señorita Mapp lleva años intentando casarse sin éxito; su secuaz, el capitán Puffin, un don nadie que se ahoga en un vaso de agua; el discreto señor Wyse, que mantendrá una relación no tan discreta con la pretenciosa Susan Poppit, miembro de la Orden del Imperio Británico y as del bridge; la desgraciada Godiva Plaistow o el «Padre», un sacerdote que está convencido de que habla en escocés.

Iolanta de Modest Tchaikovsky


Modest Tchaikovsky
Iolanta (fragmento)

"
(Un jardín bello y exuberante en el que se halla una gran residencia. En la parte inferior de la escena, hay arbustos de rosa en flor, y árboles frutales. Cuatro músicos tocan. Yolanda recoge fruta de los árboles, encontrándolos mediante el tacto. Para ayudarla, Brigitta, Laura y varios sirvientes sostienen las ramas que tienen fruta madura. Marta lleva un cesto, dentro del que Yolanda pone la fruta, poco a poco Yolanda deja caer los brazos)

MARTA
¿Yolanda, pequeña, estás cansada?

YOLANDA
¿Cansada?...
No lo sé realmente.

(suspirando)

¡Sí!
Dime una cosa, ama...

MARTA
¿Qué es, querida?

YOLANDA
¿Siento que algo me falta...
¿pero qué?
Me gustaría saberlo.
Mi padre, tú, Marta...

(se vuelve a donde cree que están los demás, que se mueven en consecuencia)

y vosotros, queridos amigos,
vosotros que os desvivís por mí.
¡Que alegráis mi vida con tanto amor
y no os recompenso suficientemente!


MARTA
Estamos aquí para servirte:
¡Tú eres la señora
y nosotros tus siervos!

YOLANDA
Eso no es verdad: ¡sois mis amigos!
Oh Marta, siento que necesito algo...
¿pero qué?... No lo sé.

MARTA
(llorando)
Ven, basta, Yolanda, mi pequeña.

YOLANDA
¡Un momento! Ven hacia mí...
Ven un poco más cerca...

(Toca los ojos de Marta)

¿Estás llorando? ¿Por qué esas lágrimas?

MARTA
¿Cómo puedo sentirme tranquila,
cuando sé que tú también lloras?

YOLANDA
Efectivamente, Marta, lloro,
pero no muestro mis lágrimas.
Mi voz era firme y sin temblor...
Tú no me tocaste los ojos...
¿Cómo, sabes que estaba llorando?

(confundida, Marta guarda silencio)

¡Hay algo que me ocultas,
algo que no me quieres decir!

MARTA
¡Debemos irnos!
"

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Stefan zweig, Thomas Mann....

Edmée Elizabeth Monica Dashwood

 

Delafield, E.M.

E. M. Delafield (1890–1943) fue una prolífica y famosa escritora inglesa. Hija de la novelista Mrs. Henry de la Pasture, decidió utilizar el seudónimo de E. M. Delafield para diferenciarse de ella.
Recibió una educación clásica y victoriana y en 1911 entró como postulante en un convento belga, cuya experiencia relató en The Brides of Heaven (1931).
En 1919 se casó con Paul Dashwood, un ingeniero de caminos convertido en administrador de propiedades con el que viviría varios años en el Sureste asiático hasta que se instalaron en Croyle, Devon, donde nacieron los dos hijos del matrimonio y Delafield escribió muchas de las más de treinta novelas por las que sería recordada.
En 1929, la editora de la liberal y feminista revista semanal Time and Tide le pidió que colaborara con una columna. Así nació Diario de una dama de provincias, el divertidísimo relato, parcialmente autobiográfico, de las miserias y fortunas de una dama en una ciudad de provincias. El éxito fue inmediato, las columnas fueron recogidas en hasta cuatro volúmenes que la convirtieron en una de las novelistas más populares y queridas de su época. En 1930 se publicó Diario de una dama de provincias, dos años después The Provincial Lady Goes Further; en 1933 se reunieron en el volumen The Provincial Lady in America, las columnas en las que relataba su experiencia en Estados Unidos de gira literaria, columnas que además aparecieron en la revista americana Punch. Y finalmente The Provincial Lady in Wartime, que se publicó en 1940. Asimismo, también se realizó una serie radiofónica de sus columnas popularizada por la radio británica. 



lunes, 2 de diciembre de 2013

Los habitantes del bosque de Thomas Hardy

El notario del Pueblo de Jozsef Eotvos



 El notario del pueblo (fragmento) de Jozsef Eotvos
" Es ya un hecho reconocido que, de todos los factores que determinan el bienestar de un pueblo y por lo tanto el vigor de un país en su conjunto, ninguno es más importante como el estado de la educación. Por lo tanto, ningún país puede reclamar que se ejecute correctamente a menos que ponga más atención a su sistema educativo. "

La trilogía de Tora de Herbjorg Wassmo






Al amor de Franz Grillparzer


Franz Grillparzer
Al amor (fragmento)

"
Ser derrotado por los dulces encantos
que inflaman los corazones, ser cautivado
por el frecuente flujo de lágrimas de dicha
y dolor vertidas, ser herido por las flechas que
abandonan al rey en la persona de un mendigo.
Únicamente la hermosa Antonieta no claudica
y rechaza mis suaves murmullos.
"

jueves, 28 de noviembre de 2013

Historia de la literatura

Cartas a Felice, Franz Kafka



Entre el 20 de septiembre de 1912 y el 16 de octubre de 1917 Franz Kafka escribió las más de quinientas cartas que componen este libro. Fueron dirigidas a la mujer con la que, tal cual era a veces su convicción, quería casarse, con la que se prometió en dos ocasiones y con la que rompió en otras tantas. Las escribe un joven Kafka que se debate entre dos pasiones: el amor por Felice y su entrega al oficio de escritor.

«Últimamente he visto con asombro de qué manera se halla usted ligada íntimamente a mi trabajo literario», escribe en una de ellas el autor checo, y a lo largo de estas apasionadas y apasionantes páginas seremos testigos privilegiados del proceso de creación de sus principales obras.

Además, nos sitúan en un tiempo y en un espacio: la Praga de Kafka, su casa y su trabajo, su familia y, especialmente, sus lecturas: «Siento como parientes consanguíneos míos a Grillparzer, Dostoyevski, Kleist y Flaubert [...] solamente Dostoyevski se casó, y quizás solo Kleist, cuando, bajo la presión de aflicciones externas e internas, se pegó un pistoletazo junto al Wannsee, encontró la salida
que necesitaba».

«Las Cartas están llenas de temor, indecisión, desvalimiento y, en primer término, inconcebibles dosis de intimidad. Nadie se ha desnudado tan atrozmente como el hombre que se confiesa y flagela ante Felice. No obstante, todo está formulado de una manera que lo convierte en ley y conocimiento. Nada de lo que leemos se puede olvidar. Es como si hubiera sido escrito bajo nuestra piel.»

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La dulce de Fiódor Dostoievski







«Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir… De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente aclarársela». Así explica Dostoievski su obra en la «Nota del autor» que precede a La dulce, a la que llama relato fantástico.
La dulce se basa probablemente en hechos verídicos en que el autor ruso se inspiró para escribir una de sus más inquietantes novelas cortas. Como si de un viaje al pasado se tratara, Dostoievski, a través de las contradicciones, remordimientos y justificaciones en el soliloquio del protagonista «ante un auditorio invisible o una especie de juez», investiga en los recuerdos a la búsqueda de la verdad que se esconde en el alma humana. 

" Soy un experto en hablar en silencio, toda mi vida he hablado en silencio. He vivido en silencio verdaderas tragedias. ¡Y es que yo también he sido un desgraciado! ¡Todo el mundo me ha rechazado y olvidado, y eso nadie lo sabe!... 

lunes, 25 de noviembre de 2013

Dino Campana


Dino Campana
Mujer genovesa

" Tu me trajiste un poco de algas marinas
en tus cabellos y un olor de viento,
que viniendo de lejos llega grave
de ardor, había en tu cuerpo bronceado
o la divina
simplicidad de tus formas esbeltas:
no amor ni sufrimiento, un fantasma,
una sombra de la necesidad que vaga
serena e ineluctable por el alma
y la disuelve en júbilo, en encanto, serena,
para que pueda el viento del sudeste
llevarla al infinito.
¡Que pequeño y ligero es el mundo en tus manos!
"


sábado, 23 de noviembre de 2013

ELIZABETH BARRET BROWNING, poetisa inglesa (1806-1861)



“Con el corazón transido durante horas, aproveche un temprano momento de soledad para llorar amargamente. De repente, tras mi almohada asomó una pequeña cabeza peluda que frotó contra mi sus orejas y su hocico, en respuesta a mi pena, y secó mis lágrimas cuando asomaron”.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Mi madre y la música de Marina Tsvetaeva

 
Marina Tsvetaeva
Mi madre y la música (fragmento)

" Mi madre se alegraba de mi oído y, sin proponérselo, me elogiaba por él, pero inmediatamen­te después de cada «¡Bravo!» que se le escapaba, añadía con frialdad: «Por lo demás, no es mérito tuyo. El oído – viene de Dios». Así se me quedó grabado para siempre, que el mérito no es–mío, que el oído- viene de Dios. Esto me preservó tanto de la arrogancia como de la no confianza en mí misma, de cualquier tipo de petulancia en el arte–ya que el oído viene de Dios. «Lo tuyo es–el empeño, porque todo don divino puede ser arruinado»–decía mi madre por encima de mi cabeza de cuatro años, que evidentemente no comprendía y–por eso– lo retenía todo de ma­nera que luego fuese imposible borrarlo. Y si no arruiné mi oído, no sólo no lo arruiné yo: no permití a la vida que lo arruinara ni lo asfixiara (¡y cómo lo intentó!); de esto también es responsa­ble mi madre. Si con mayor frecuencia las madres dijeran cosas incomprensibles a sus hijos, estos hijos, al crecer, no sólo comprenderían más, sino que actuarían con mayor seguridad. Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo más profundamente arraiga­rán en él, más indiscutiblemente actuarán: «Padre nuestro que estás en los cielos…»
Con el piano–con el do–re–mi– puesto en te­clas también hice amistad de inmediato. Resultó que yo tenía una mano sorprendentemente flexible. «¡Cinco años, y ya casi alcanza la octava, con un poquito más que la abra!-decía mamá, alargando con la voz la distancia que faltaba, y, para que yo no presumiera–: Aunque, ¡también sus pies son así!» suscitando en mí con estos «pies» la vaga pero aguda tentación de probar alguna vez a alcanzar la octava con el pie (¡más aún cuando yo era la única de entre todos los niños que podía separar los dedos del pie en forma de abanico!), cosa que, sin embargo, jamás me atreví no digamos a hacer, ni siquiera a pensar con seriedad, puesto que «el piano es sagrado», y no se puede poner nada encima de él, no sólo los pies, ni siquiera los libros. En cuanto a los periódicos, mi madre, con la altiva perseverancia de un mártir, cada mañana, sin decir una sola palabra a papá, que invariable e inocentemente los había colocado allí, los retiraba–relegaba– del piano.
"

viernes, 1 de noviembre de 2013

El abrazo Frío de Mary Elizabeth Braddond



Él era un artista; las cosas como las que le pasaron, algunas veces les pasan a los artistas.Él era alemán; las cosas como las que le pasaron, algunas veces le pasan a los alemanes.
Él era joven, apuesto, estudioso, entusiasta, metafísico, descuidado, incrédulo, despiadado.
Y siendo joven, apuesto, y elocuente, también fue amado.
Él era un huérfano, bajo la tutoría del hermano de su difunto padre, su tío Wilhelm, en cuya casa él había vivido desde su temprana infancia; y aquella que lo amó era su prima, Gertrude, a quien le juró que amaba, a cambio.
¿Él la amaba? Sí, cuando por primera vez se lo juró, sí. Pero pronto su pasión terminó; ¡y cómo al final se convirtió en un sentimiento miserable en el egoísta corazón del estudiante! ¡Pero que bello sueño, cuando él tenía solo diecinueve años, y había regresado de su aprendizaje con un gran pintor en Amberes, y ellos vagaban juntos en los más románticos alrededores de la ciudad, con rosado crepúsculo o con la divina luz de luna o la brillante y jovial luz matinal!
Ellos tenían un secreto, que era la ambición del padre de la chica de que ella tuviera un rico pretendiente. Era una lúgubre visión frente al amor soñado.
Así que se comprometieron; y estando uno al lado del otro, cuando la agonizante luz del sol y la pálida luz de la luna dividían los cielos, él puso el anillo de compromiso en el dedo de ella, en su blanco e inmaculado dedo, cuya delgada forma él conocía bien. Este anillo era bastante particular, tenía la forma de una gran serpiente dorada, la cola en la boca, que era el símbolo de la eternidad; había pertenecido a su madre, y él lo podría haber reconocido de entre cientos. Si se hubiera vuelto ciego al otro día, él podría distinguirlo entre cientos con solo el tacto.
Lo puso en el dedo de ella, y ambos se juraron fidelidad, el uno al otro, por siempre jamás, sin importar peligros o dificultades, en los pesares y en los cambios, en la riqueza o la miseria. Aún debían conseguir el consentimiento del padre para consumar su unión, pero ya estaban comprometidos, y solo la muerte podría separarlos.
Pero el joven estudiante, burlón de las revelaciones, y entusiasta adorador de lo místico, preguntó:
"¿Puede la muerte separarnos? Yo podría regresar a ti, Gertrude. Mi alma podría volver para estar cerca de mi amor. Y tú, tú, si tu mueres antes que yo, la fría tierra no podría separarte de mí; si me amas, tu regresarías, y nuevamente estos bellos brazos estarían alrededor de mi cuello, como lo están ahora."
Pero ella le respondió, con un extraño brillo en sus profundos ojos azules, que el que muriera lo haría en paz con Dios e iría feliz al cielo, y no podría regresar a la atribulada tierra; y solamente el suicidio, la pérdida que provoca que los afligidos ángeles cierren las puertas del Paraíso, provoca que el infausto espíritu persiga a los vivos.
Transcurrió el primer año de su compromiso, y ella se quedó sola, a causa del viaje de él a Italia, por comisión de algún hombre rico, para copiar Rafaeles, Tizianos y Guidos en una galería en Florencia. Quizás habría marchado para ganar fama; pero esto no era lo peor... ¡sino que se había ido! Por supuesto, su padre extrañó a su joven sobrino, quien había sido como un hijo para él; y pensó que la tristeza de su hija no era más que la que una prima puede sentir por la ausencia de un primo.
Durante ese tiempo, las semanas y los meses pasaron. Los amantes se escribían, primero muy seguido, luego con menos frecuencia, al final dejaron de hacerlo.
¡Cuántas excusas ella se inventó para él! ¡Cuántas veces ella fue a la lejana oficina postal, a la que él dirigía sus cartas! ¡Cuántas veces ella esperó, solo para verse decepcionada! ¡Cuántas veces ella desesperó, solo para tener una nueva esperanza!
Pero la real desesperación vino, al final, y no se fue más. El rico pretendiente apareció en escena, y el padre se decidió. Ella tenía que casarse de inmediato, y la fecha de la boda se fijó para el quince de junio.
La fecha parecía abrasarle la mente.
La fecha, escrita en fuego, danzaba permanentemente frente a sus ojos. Esa fecha, gritada por las Furias, sonaba continuamente en sus oídos.
Pero aún no era tiempo, estábamos a mediados de mayo, estábamos a tiempo para escribirle una carta a Florencia; era tiempo de que regrese a Brunswick, para tomarla y unirse en matrimonio a ella. A pesar de su padre, a pesar del mundo entero.
Pero los días y las semanas volaron, y él no escribió. Y tampoco vino. Esto en verdad la desesperó, y ese sentimiento se adueñó de su corazón y ya no se marchó.
Llegó el catorce de junio. Por última vez ella fue a la pequeña oficina postal; por última vez hizo la vieja pregunta, y por última vez le respondieron: "No; no hay carta."
Por última vez, ya que al otro día sería la fecha fijada para la boda. Su padre no escucharía apelaciones; su rico pretendiente no escucharía sus oraciones. Ellos no querían demorarse ni un solo día, ni una hora; esa noche sería suya, esa noche, ella podría hacer lo que quisiera.
Ella tomó otro camino que el que llevaba a su casa; se dio prisa a través de algunas callejuelas de la ciudad, pasó por un solitario puente, donde ella y su amado habían estado de pie frente al crepúsculo, mirando el cielo tornarse rosado, y el sol caer sobre el horizonte del río.
Él regresó de Florencia. Él había recibido la carta de ella. Esa carta, borroneada con lágrimas, surcada de ruegos y llena de desesperanza. Él la había recibido, pero ya no la amaba. Una joven florentina, quien había posado para él como modelo vivo, poblaba sus ilusiones. Y Gertrude había quedado casi olvidada. Si ella tenía algún pretendiente rico, bien; la iba a dejar que se casara; mejor para ella, mejor para él. Él ya no tenía deseos de encadenarse a ninguna mujer. ¿No tenía su arte? Su eterna novia, su constante mujer.
De esta manera él decidía demorar su vuelta a Brunswick, de manera que cuando arribara, el casamiento ya se hubiera celebrado, y él pudiera saludar a la novia.
¿Y los votos, las ilusiones místicas, la creencia en su regreso después de la muerte, para abrazar a su amada? Oh, extinguidos para siempre de su vida; desaparecidos para siempre, solo sueños irracionales de su juventud.
Así que el quince de junio él entró en Brunswick, por ese mismo puente en el que había estado de pie, con las estrellas cayendo sobre ella, bajo el cielo nocturno. Caminó a través del puente, un perro tosco le seguía el paso, y el humo de su corta pipa rizándose en forma de guirnaldas fantásticas en el puro aire de la mañana. Llevaba su cuaderno de bocetos bajo el brazo, y se su ojo artístico se vio atraído por algunos objetos, ante los cuales se paró a dibujarlos: unas hierbas y unos guijarros sobre la ribera del río; un despeñadero sobre la orilla opuesta; un grupo de sauces a la distancia. Cuando hubo terminado, admiró su dibujo, cerró el cuaderno, vació las cenizas de la pipa, volvió a llenarla con su bolsa de tabaco, y cantó el refrán del feliz bebedor, llamó al perro, fumó nuevamente, y siguió caminando. Súbitamente volvió a abrir el cuaderno; esta vez le atrajo un grupo de figuras, pero ¿qué eran?
No era un funeral, puesto que no estaban de luto.
No era un funeral, pero había un cadáver en un tosco ataúd, cubierto con una vieja vela, llevada por dos de los portadores.
No es un funeral, puesto que los portadores son pescadores, pescadores en su atuendo de todos los días. A unas cien yardas de donde él estaba, hicieron un alto en el camino y tomaron un respiro. Uno se quedó parado a la cabeza del ataúd, los otros se sentaron a los pies.
Y de esta manera, él dio dos o tres pasos para atrás, seleccionó su punto de vista, y comentó a esbozar un rápido contorno. Lo pudo terminar antes que volvieran a ponerse en marcha; pudo escuchar sus voces, a pesar que no podía entender sus palabras, y se preguntó de que podrían estar hablando. Caminó hacia ellos y se les unió.
"Mis amigos, ¿llevan ahí un muerto?" preguntó.
"Sí; un muerto que fue echado a tierra hace una hora."
"¿Ahogado?"
"Sí, ahogado. Una joven, muy bonita."
"Las suicidas siempre son bonitas," dijo el pintor; y entonces se quedó para un rato de pipa y meditación, mirando la sutil forma del cuerpo y los pliegues de la lona que lo cubría.
La vida era una temporada de verano para él, joven, ambicioso, listo, ya que aquello que parecía luto y congoja, no parecía tener parte en su destino.
Al final, pensó que, si esta pobre suicida era tan bonita, él tenía que hacer un boceto de ella.
Dio a los pescadores algún dinero, y ellos accedieron a remover la lona que cubría sus facciones.
No; se diría a sí mismo. Él levantó la áspera, tosca y húmeda lona de su rostro. ¿Qué rostro? El mismo que había brillado en los irracionales sueños de su juventud; el rostro que una vez fue la luz de la casa de su tío. Su prima Gertrude... ¡Su prometida!
Él vio, como en un atisbo, mientras respiraba profundo, las facciones rígidas, los brazos fríos, las manos cruzadas sobre el pecho helado; y, sobre el tercer dedo de la mano izquierda, el anillo, el mismo que había sido de su madre, esa serpiente dorada; el anillo, el mismo que si él hubiera sido ciego, podría reconocer solo al tacto entre cientos de anillos.
Pero él es un genio y un metafísico, una pena, una verdadera pena. Su primer pensamiento fue la huida, una huida hacia cualquier otro lugar, fuera de aquella maldita cuidad, cualquier lugar, lejano a aquel espantoso río, cualquier lugar libre de los recuerdos, lejos del remordimiento: cualquier lugar para olvidar.
Solo cuando su perro se echó a sus pies, fue que se sintió exhausto, y buscó sentarse en algún banco, para descansar. ¡Cómo le daba vueltas el paisaje frente a sus obnubilados ojos, mientras en su cuaderno el boceto de los pescadores y el féretro cubierto con una lona resplandecía por sobre la penumbra!
Al final, luego de quedarse un largo rato sentado a un costado del camino, un rato jugando con el perro, otro rato fumando, otro rato despatarrándose, mirando todo como cualquier estudiante feliz y haragán podría haber mirado, aunque por dentro devorándose la mente con un mismo pensamiento, el de aquella escena matinal, recuperó la compostura, y trató de pensar en sí mismo, ya no más en el suicidio de su prima. Aparte de esto, él no estaba peor de lo que había estado el día anterior. No había perdido su genio; el dinero que había ganado en Florencia aún permanecía en su bolsillo; él era su propio maestro, libre de ir adonde quisiera.
Y mientras seguía sentado en el costado del camino, tratando de separarse a sí mismo de la escena que vio a la mañana, tratando de expulsar de su mente la imagen del cadáver cubierto con la lona de vela, tratando de pensar que haría al siguiente momento, donde iría, lo más lejos posible de Brunswick y del remordimiento, la vieja diligencia vino a los tumbos. Él la recordó; iba desde Brunswick a Aix-la-Chapelle.
Él le silbó al perro, gritó al cochero que detuviera su vehículo y brincó dentro del carro.
Durante toda la tarde, y luego, toda la noche, a pesar que no pudo cerrar sus ojos, nunca dijo una palabra; pero cuando la mañana volvió a romper, y los otros pasajeros se despertaron, comenzando a hablarse unos con otros, él se plegó a la conversación. Les contó que era un artista y que iba a Colonia y a Amberes para copiar unos Rubens, y la gran pintura de Quentin Matsys, en el museo. Recordó, luego de hablar y reír bulliciosamente, y antes, mientras hablaba y reía de manera ruidosa, a un pasajero, mayor y más serio que el resto, que abrió su ventana, cerca suyo, y le dijo que pusiera su cabeza fuera. Recordó el aire fresco golpeando en su cara, el canto de los pájaros en sus oídos, y los campos que se extendían hacia el horizonte frente a sus ojos. Él recordó esto, y luego cayó en un estado inánime, en el piso de la diligencia.
Fue la fiebre que lo mantuvo en el lecho durante unas seis largas semanas, en un hotel de Aix-la-Chapelle. Él se puso bien, y, acompañado por su perro, comenzó a caminar a Colonia. Nuevamente era su antiguo ser. De nuevo el humo azulado de su corta pipa daba vueltas por el aire de la mañana, mientras él cantaba una vieja canción de la universidad que festejaba el buen beber, y de nuevo parando aquí y allá, meditando y dibujando bosquejos.
Él era feliz, y había olvidado a su prima, y así se dirigía a Colonia.
Fue en la gran catedral que se quedó parado, con el perro a su lado. Era de noche, las campanas habían terminado de anunciar la hora, y dieron las once; la luz de la luna llena iluminaba el magnífico edificio, sobre el cual el ojo del artista vagaba en busca de la belleza de la forma.
No estaba pensando en su prima ahogada, ya que la había olvidado y ahora se sentía feliz.
Súbitamente alguien, algo, por detrás suyo, le colocó dos fríos brazos alrededor de su cuello, y abrazó las manos sobre su pecho.
Y no había nadie detrás suyo, ya que en la calle bañada por la luz lunar, se proyectaban solo dos sombras, la propia y la de su perro. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie, nada que ver a lo largo y a lo ancho de la cuadra, más que él mismo y su perro; y a pesar que lo sintió, no pudo ver los frígidos brazos que se abrazaron a su cuello.
No era un abrazo fantasma, ya que él pudo sentirlo al tacto, aunque no podía ser real, ya que no podía ver nada.
Trató de quitarse de encima esa gélida caricia. Se puso sus propias manos en el cuello para desunir aquellas que lo rodeaban. Pudo sentir los largos y delicados dedos, húmedos al tacto, y sobre el tercer dedo de la mano izquierda, logró palpar el anillo que había sido de su madre, la serpiente dorada, el anillo que él había dicho que podría reconocer al tacto entre cientos de ellos. ¡Él ahora lo sabía!
Los helados brazos de su prima muerta estaban rodeándole el cuello, las manos de ella estaban firmemente agarradas entre sí sobre su pecho. Se dijo a sí mismo que si se estaría volviendo loco.
"¡Up, Leo!" se gritó. "¡Vamos, muchacho!" y el Terranova saltó a sus hombros, y cuando sus patas tocaron las manos de la muerta, el animal lanzó un terrorífico aullido, y salió disparado del lado de su amo.
El estudiante se quedó parado a la luz de la luna, con los brazos muertos alrededor de su cuello, y el perro a distancia considerable, aullando lastimosamente.
Un sereno, alarmado por el aullido del animal, llegó a la escena para ver que era lo que ocurría.
Al siguiente instante el gélido abrazo se desvaneció.
El joven marchó a la casa del sereno y luego al hotel. Antes le dio un dinero; en gratitud podría haberle dado la mitad de su pequeña fortuna.
¿Volvió a aparecer este abrazo mortal?
Intentó no volver a quedarse solo; se hizo con cientos de conocidos, y compartió los cuartos de otros estudiantes. La gente comenzó a notar su extraño comportamiento, y comenzaba a creer que estaba loco.
Pero, a pesar de estos intentos, otra vez se quedó solo; fue una noche en que la plaza quedó desierta por un momento, y él comenzó a caminar por la calle, pero la calle estaba también desierta, y por segunda vez sintió los fríos brazos sobre su cuello, y por segunda vez, cuando llamó a su animal, este saltó lejos de su amo con un lastimero aullido.
Luego de dejar Colonia, ahora viajando a pie por necesidad (ya que su dinero comenzaba a escasear), se unió a unos vendedores ambulantes, de manera que podía estar todo el día con gente, y hablar con quien quiera que se encontraba, tratando de llegar a la noche y estar en compañía de alguien.
A la noche dormía cerca del fuego de la cocina de la posada en la que paraba; pero cualquier cosa que hiciera, él se quedaba solo con frecuencia, y siendo cosa común para él, volvía a sentir el frío abrazo alrededor de su cuello.
Muchos meses pasaron desde la muerte de su prima, otoño, invierno, hasta que llegó la primavera. Su dinero casi se había agotado, su salud estaba severamente dañada, y él era la sombra de quien solía ser. Se encontraba cerca de París. Había acudido a esta ciudad durante la época del Carnaval. En París, la época del Carnaval le significaba que no se volvería a quedar solo, y no volvería a sentir esa mortal caricia, hasta que podría recobrar su alegría perdida, su estado de salud, y una vez más reiniciar su oficio y profesión, para una vez más ganar dinero y fama por su arte.
¡Cuánto que intentó salvar la distancia que lo separaba de París, mientras día a día se debilitaba más y más, y su caminar se hacía más lento cada vez!
Pero al final, luego de mucho tiempo, logró alcanzar la ciudad. Esta es París, en la que él ingresa por primera vez, París, la que había soñado tanto, París cuyo millón de voces podía exorcizar su fantasma.
París le pareció esa noche un vasto caos de luces, música y confusión. Luces que danzaban ante sus ojos y que jamás se quedaban quietas, música que sonaba en su oído y lo ensordecían, confusión que hacía que su cabeza se vea presa de un inacabable remolino.
Llegó a la Casa de la Opera, donde se daba el baile de máscaras. Había ahorrado un dinero para comprar un boleto de admisión, y para alquilar un disfraz de dominó para cubrir su zaparrastrosa indumentaria. Parecía que había pasado solo un momento desde que había pasado las puertas de la ciudad y ahora se encontraba en medio de un salvaje alboroto en el baile de la Casa de la Opera.
No más oscuridad, no más soledad, sino que una multitud enloquecida, gritando y bailando frenéticamente, del brazo de una chica.
La tempestuosa alegría que sentía seguramente haría que regrese su vieja despreocupación. Él pudo escuchar a la gente a su alrededor hablando de la salvaje conducta de algunos estudiantes borrachos, y fue a él a quien señalaron mientras decían esto, a él, que no se había mojado los labios desde la noche anterior; a pesar que sus labios estaban deshidratados y su garganta seca, él no podía beber. Su voz era densa y ronca, y su articulación poco clara; pero su vieja despreocupación volvió, y él se hizo poco problema.
La chica se cansó, su brazo permaneció en su hombro, mientras las otras bailarinas se fueron yendo, una por una.
Las luces de los candelabros, fueron extinguiéndose una por una.
Los decorados comenzaron a oscurecerse ante la disminución de la iluminación.
Una débil luz de las últimas lámparas, y un pálido haz de luz grisácea proveniente del nuevo día, comenzó a avanzar por entre las persianas medio abiertas.
Y por esta luz la chica se fue desvaneciendo. Él miró en su rostro. ¡Cómo iba sucumbiendo el brillo de sus ojos! De nuevo volvió a mirar en su rostro. ¡Qué pálido se había puesto su rostro! Y una vez más volvió a mirar, y ahora observaba la sombra del que fue un rostro.
De nuevo, el brillo de los ojos, el rostro, la sombra del rostro. Todo se había ido. Y él volvió a quedarse solo; solo en un salón tan vasto.
Solo, y, en un terrible silencio, escuchó los ecos de sus propios pasos en una tétrica danza que no tenía música.
Sin ninguna otra música más que el golpeteo del corazón contra su propio pecho. Los brazos helados volvían a rodearle el cuello, a arremolinarse en torno suyo, ellos no iban a soltarse, tampoco a fundirse; él ya no podía escapar de aquel álgido abrazo más de lo que podía escapar de la muerte. Miró detrás suyo, no había nada más que él mismo en un gran salón vacío; pero podía sentirlo, el frío mortecino, y aquellos largos y delgados dedos, y el anillo que había sido de su madre.
Trató de gritar, pero ya no tenía más poder en su garganta reseca. El silencio del lugar únicamente fue roto por los ecos de sus propios pasos en aquella danza de la que no podía liberarse a sí mismo. ¿Quién podía decir que no tenía pareja de baile? Los gélidos brazos que estaban prendidos a su pecho. Y él no rehuiría de tal caricia. ¡No! Una polka más y caería muerto.
Las luces se apagaron del todo, y media hora después, los gendarmes llegaron con una linterna para ver si el salón había quedado vacío; un perro los seguía, un gran perro que habían encontrado sentado frente a la entrada del teatro. Cerca de la entrada principal tropezaron con...
El cadáver de un estudiante, que había muerto de inanición, y por la rotura de los vasos sanguíneos.
Mary Elizabeth Braddon.

lunes, 28 de octubre de 2013

Himno a la belleza intelectual de Percy Shelley



 Himno a la belleza intelectual (fragmento)

"
-I-
La abrumadora sombra de algún Poder no visto
entre nosotros flota, aún sin verse: visita
este variado mundo con alas tan cambiantes
como vientos de estío que van de flor en flor;
como rayo de luna tras la lluvia entre pinos,
visita con mirada inconstante, asomando
a cada corazón humano, a cada rostro;
como las armonías y matices del ocaso,
como nubes dispersas en la luz estelar,
como recuerdo de una música que escapó,
como cuanto podría amarse por su gracia
y aún más por su misterio.

-IV-
Amor, estima propia, esperanza: se van
y vienen como nubes, y en préstamo fugaz
como si el hombre fuera inmortal, poderoso,
tú, la desconocida y temible, en su espíritu
te estableces en firme con tu gloriosa escolta.
¡Oh tú, la mensajera de esos entendimientos
que crecen y descienden en los ojos que se aman,
tú que das alimento al pensamiento humano,
como la oscuridad a una llama que muere!
No te marches de aquí como llegó tu sombra,
no te marches, no sea que vaya a ser la tumba,
como el miedo y la vida, una realidad negra.
"

Nunca dijimos adiós de Mary Elizabeth Coleridge


Nunca dijimos adiós

"
Nunca dijimos adiós, ni siquiera
Nos regalamos una última mirada,
No hubo signos en la cadena helada
Cuando fue rota, cuando desatados descendimos.

Y aquí descansamos juntos, eternamente, lado a lado;
Nuestro hogar fijado de por vida sobre el mármol.
Dos islas que los rugientes océanos
Ya no podrán separar.
"

El Sueño de May de C.S de Adama Van Scheltema



C.S. Adama van Scheltema
El Sueño de Mayo (fragmento)

" Puede verse en primer plano a Mayo andando a lo largo de los cultivos, seguido de una ristra de jóvenes que visten pantalones cortos ajustados de color amarillo y llevan pañuelos rojos anudados al cuello. Las mujeres lucen rosas rojas en los ojales y tras la oreja derecha. En la mano izquierda llevan un racimo verde, sus pies están desnudos. Los jóvenes se encuentran a la izquierda, las muchachas a la derecha. La procesión semeja un arco que gira alrededor de la colina. La mujer deja caer su brazo izquierdo sobre el cuello del hombre, que tiene tomada a la mujer por la cintura. Mayo atesora en su mano izquierda las riendas de color rosa y apunta con su varita frente a él. Mayo. (Cantando, mantiene con firmeza las riendas en un puro ascenso) El rubor rojo de mi sangre se extiende por los bosques florecientes y en ciernes de la desnudez tejí las flamígeras riendas que raudas me suceden. El ardiente encuentro con el amor de la vida me despierta y salgo a su encuentro. Mayo desmonta y el arco de jóvenes y muchachas se desdobla como una guirnalda. "

Germana de Edmond About



Edmond About
Germana (fragmento)

"
La duquesa se levantó como movida por un resorte y corrió hacia su hija; pero ésta no tenía necesidad de apoyo. Besó a su madre y con paso firme y resuelto, el paso de los mártires, avanzó hasta la cama.
Iba vestida de blanco, como Paulina en el quinto acto de Poliuto. Un pálido rayo del sol de enero caía sobre su frente, formando como una aureola. Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no se veía brillar más que dos grandes ojos negros. Una masa de cabellos de oro, finos y frondosos, se amontonaban sobre su cabeza. Una hermosa cabellera es el último adorno de los tísicos; la conservan hasta el fin y son enterrados con ella. Sus manos transparentes caían a lo largo del cuerpo y se confundían con los pliegues del vestido. Era tal la delgadez de su persona que se asemejaba a una de esas criaturas celestes que no tienen ninguna de las bellezas ni de las imperfecciones de la mujer. Se sentó familiarmente al borde de la cama, pasó el brazo derecho alrededor del cuello de su padre y le atrajo dulcemente hacia sí. Después designó la silla a Le Bris y le dijo:
-Haga el favor de sentarse, doctor, para que la familia esté completa. No me arrepiento de haber escuchado detrás de las puertas. Yo me temía que no hubiese servido para gran cosa; esta discusión me ha demostrado que aún podría ser útil a los míos. Ustedes son testigos de que no tengo ningún aprecio a la vida y que hace seis meses me he despedido de ella. Así como así este mundo es una bien triste morada para los que no pueden respirar sin sufrir. Mi único disgusto era el de legar a mis padres un porvenir de dolores y de miserias; ahora ya estoy tranquila. Me casaré con el conde de Villanera y adoptaré al hijo de esa señora. Gracias, querido doctor; a usted debemos nuestra salvación. Gracias a usted, el desarreglo de esas gentes devolverá el bienestar a mi excelente padre y la vida a mi noble madre. Mi paso por el mundo no habrá sido inútil. Me quedaba por todo bien el recuerdo de una vida pura y un pobre nombre sin mancha, como el velo de la primera comunión de una niña. Se lo doy todo a mis padres. Le ruego, mamá, que no proteste usted. No se desobedece a los enfermos. ¿Verdad, doctor?
"

El ayudante de Robert Walser



Robert Walser
El ayudante (fragmento)

" Qué viejo había sido ya de joven! ¡Cómo la conciencia de no tener un hogar en ningún sitio había logrado paralizarlo y asfixiarlo interiormente! ¡Qué hermoso era pertenecer a alguien en el odio o en la impaciencia, en el amor o en la melancolía! Un triste entusiasmo se apoderaba de Joseph siempre que desde alguna ventana abierta sentía que el mágico calor de un hogar se reflejaba en él, el solitario, el errante, el apátrida, de pie en medio de la calle fría. "

domingo, 27 de octubre de 2013

Leamos a los Europeos


La ternura de Cyprian Kamil Norwid


La ternura

"
La ternura es como un grito lleno de guerra
y como la corriente murmurante
de los manantiales
y como una marcha fúnebre.

Y como la trenza de rizos de oro
sobre la que el viudo posa
el reloj de plata.
"

Franz Kafka de Max Brod

" Recuerdo una conversación con Kafka a propósito de la Europa contemporánea y de la decadencia de la humanidad, escribió.
"Somos", dijo, "pensamientos nihilísticos, pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios."
Ante todo, eso me recordó la imagen del mundo de la Gnosis: Dios como demiurgo malvado con el mundo como su pecado original.
"Oh no", replicó, "Nuestro mundo no es más que un mal humor de Dios, uno de esos malos días."
¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?"
El sonrió. "Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros".
"

La historia de la bella Simonetta -Therese Rie



La historia de la bella Simonetta (fragmento)

"
Simonetta permanecía de pie en una terraza de Fiesole y se asomó ligeramente a la calle para ver venir a Giuliano de Medici. Llevaba un vestido de espuma de color, brocado con mangas abiertas y lucía un gran collar de perlas engarzadas. El pelo rubio le caía en rizos regulares a ambos lados del sutil cuello, que reflejaba la dorada luz del abrasador mediodía. Un velo le cubría la cabeza. Estaba extremadamente delgada. Se había alimentado durante semanas casi exclusivamente de forma muy frugal en la Casa Vespucci. Sin embargo, el comerciante turco le había asegurado con una sonrisa amable en la boca que era realmente hermosa la amante de Giuliano de Medici, y que toda dama florentina la envidiaría.
El entusiasmo que sentía Simonetta ante los halagos del señor Vespucci era insignificante. Giuliano había regresado de Ferrara y tenía la intención de visitar a su apasionada amante, aunque deploraba un tanto la falta de estilo de la misma. No podía soportar nada grotesco o carente de belleza en su entorno. Trataba de hallar la delicada belleza en todo. No había suficiente carne, pasteles, fruta y vino en la casa. Ella nunca pensaba en algo así. Esperaba que Giuliano le diera poca importancia.
El señor Vespucci se mostraba renuente en cuanto al valor de las joyas ofrecidas a Simonetta, así como la evidencia de los sonetos propios o de Angelo Poliziano. El encanto del día y la noche se cernían sobre ella. El señor Vespucci no se dejaba dominar por los celos. Sabía que un beso era la más alta caricia concedida por la gracilidad de un alma femenina. Era realista. Y tenía sentido del honor.
El señor Vespucci recordaba haber visto en la ciudad de Venus, en Portovenere, a la edad de quince años, a Simonetta, en la casa de sus parientes nobles empobrecidos. Su encanto lo cautivó. Pero tal vez estaba equivocado. Simonetta era todavía una niña tímida y asustada que llevaba una vida triste en un decadente palacio y en el verano en una casa rural cerca de Fiesole. Así languidecía su tenue y bella juventud, hasta que un día Giuliano atrajo su atención en la cúpula de Santa María del Fiore.
"

Hay un país hermoso de Adam Oehlenschläger



" Hay un país hermoso,
sus bellos bosques de hayas
crecen a la orilla del Báltico.
Ondea de valles a colinas,
su nombre es vieja Dinamarca,
y aquí aún mora Freya.
Aquí pasaron su vida tranquila
aquellos valientes campeones de armadura
reposando de la pelea.
Desde allí acometieron destruyendo al enemigo,
sus huesos ahora descansan
bajo los túmulos en las colinas.
Esta tierra aún es adorable,
pues azules son el Belt y el océano,
y verdes los bosques y las colinas.
Y nobles mujeres, hermosas doncellas,
hombres valientes e intrépidos mozos
habitan las islas danesas.
"

Un grupo de nobles damas de Thomas Hardy




" No hubo más palabras a continuación, pero, al oír que una puerta se abría y se cerraba en el piso de abajo, la muchacha se asomó de nuevo a la ventana.
Resonaron pisadas en la gravilla de la avenida y una figura enfundada en un gris apagado, en la que sin dificultad reconoció a su padre, se alejó de la casa. Tomó el camino de la izquierda, y la muchacha lo vio empequeñecerse mientras se perdía por la larga fachada oriental, hasta que dobló la esquina y desapareció. Seguramente iba a los establos.
Cerró la ventana y se acurrucó en la cama, donde lloró hasta quedarse dormida. Aquella niña, su única hija, Betty, amada con ambición por su madre y con incalculada pasión por su padre, a menudo sufría a causa de incidentes similares, pero era demasiado joven para que le preocupase demasiado, por su propio bien, que su madre la prometiese o no con el caballero en cuestión.
No era la primera vez que el hidalgo abandonaba la casa de esta manera, asegurando que jamás volvería, y siempre aparecía a la mañana siguiente. Esta vez, sin embargo, no iba a ser así. Al día siguiente se le comunicó a Betty que su padre había salido a caballo a primera hora de la mañana a su finca de Falls-Park, donde debía resolver algunos asuntos con su administrador, y no regresaría hasta pasados unos días.
Fall-Parks se encontraba a unas veinte millas de King´s Hintock Court y era a todas luces una residencia más modesta en una finca más modesta. Sin embargo, al verla esa mañana de febrero, el hidalgo Dornell pensó que había sido un idiota por marcharse de allí, aunque hubiera sido por la mayor heredera de Wessex. Su fachada de estilo paladiano, de la época de Carlos I, ostentaba por su simetría una dignidad que la heterogénea y enorme mansión de su esposa, con sus muchos tejados, no podía eclipsar. Se hallaba el ánimo del hidalgo afectado, y la penumbra que el frondoso bosque proyectaba sobre la escena no contribuía a aliviar el abatimiento de aquel hombre rubicundo, de cuarenta y ocho años, que montaba con fatiga su caballo castrado. La niña, su querida Betty; ésa era la causa de su tribulación. Era infeliz cerca de su mujer y era infeliz lejos de su hija; y era éste un dilema de difícil solución. Se entregaba por ello con prodigalidad a los placeres de la mesa, había llegado a convertirse en bebedor de tres botellas diarias y resultaba en la estimación de su esposa cada vez más difícil presentarlo ante sus refinados amigos de la ciudad.
Lo recibieron los dos o tres criados viejos que se ocupaban del solitario lugar, donde sólo unas pocas habitaciones estaban habitadas para el uso del hidalgo y sus amigos, que participaban en las partidas de caza; a lo largo de la mañana llegó de King´s Hintock su fiel servidor, Tupcombe, y el hidalgo se sintió mucho más cómodo. Pasados uno o dos días en soledad empezó a pensar que había sido un error instalarse en sus tierras. Al marcharse de King´s Hintock con tanto encono había echado a perder su mejor baza para contrarrestar la absurda idea de su mujer de otorgar la mano de su pobre Betty a un hombre al que apenas había visto. Tendría que haberse quedado para protegerla de un trato tan repugnante. Casi le parecía una desgracia que la muchacha fuese a heredar tanta riqueza. Eso la convertía en blanco de todos los aventureros del reino. ¡Cuánto mejores habrían sido sus perspectivas de felicidad si hubiera sito tan sólo la heredera de una sencilla propiedad como Falls!.
Su mujer estaba sin duda en lo cierto cuando insinuó que él tenía sus propios planes para la hija. El hijo de un difunto amigo muy querido, que vivía a poco más de una milla de donde el hidalgo se encontraba en ese momento, un joven un par de años mayor que su hija, era en opinión del padre la única persona en el mundo capaz de hacerla feliz. Pese a todo, en ningún momento se le pasó por la cabeza comunicar sus proyectos a ninguno de los dos jóvenes, con una precipitación tan indecente como la que había mostrado su mujer; no pensaba decir nada hasta pasados unos años. Los jóvenes ya se habían visto, y el hidalgo creyó detectar en el muchacho una ternura muy prometedora. Era grande la tentación de seguir el ejemplo de su mujer y anticipar la futura unión convocando allí a la pareja. La muchacha, aunque casadera según las costumbres de la época, era demasiado joven para enamorarse, pero el chico tenía ya quince años y manifestaba cierto interés por ella.
Mucho mejor que vigilarla en King´s Hintock, donde por fuerza se halaba demasiado influida por la madre, sería traer a la chica a Falls por algún tiempo, bajo su tutela exclusiva. Pero ¿cómo lograrlo sin recurrir a la fuerza? La única posibilidad era que su mujer, por mor de las apariencias, consintiera, como ya había hecho en otras ocasiones, que Betty fuera a visitar a su padre, en cuyo caso él hallaría el modo de retenerla hasta que Reynard, el pretendiente a quien su mujer deseaba favorecer, hubiese partido al extranjero, como se esperaba que hiciera la semana siguiente. El hidalgo Dornell resolvió regresar a King´s Hintock con esta intención. En el supuesto de recibir una negativa, estaba prácticamente resulto a coger a Betty y llevársela de allí. El viaje de vuelta, a despecho de sus vagas y quijotescas intenciones, lo realizó con ánimo mucho más ligero. Vería a Betty y conversaría con ella, y ya se vería después en qué quedaba su plan.
"

lunes, 7 de octubre de 2013

Vino de hadas de Percy Bysshe Shelley


Me embriagué de aquel vino de miel
del capullo lunar de zarzarrosa,
que recogen las hadas en copas de jacinto:
los lirones, murciélagos y topos
duermen entre los muros o en la hierba,
en el patio desierto y triste del castillo;
cuando el vino derraman en la tierra de estío
o en medio del rocío se elevan sus
vapores, de alegría se colman sus venturosos sueños y,
dormidos, murmuran su alborozo; pues pocas
son las hadas que llevan tan nuevos esos cálices.

domingo, 6 de octubre de 2013

Rosamunde Pilcher

"- La mejor manera de retener a alguien a quien se ama consiste en dejarle libertad. A las mujeres les cuesta comprenderlo. Hester nunca lo comprendió. ¿Qué me dices de ti?
- Estoy aprendiendo -. Contestó Emma.

-Es curioso, pero te creo."

Lazos profundos de Rosamunde Pilcher

jueves, 3 de octubre de 2013

Los recuerdos de David Foenkinos

Ivo Andric -Un mes de noviembre



" Un mes de noviembre la noche
brillante vierte luz en el
camino, borda el lienzo de la
felicidad en el tiempo del silencio,
graba el tiempo en el árbol desnudo,
y sin un propósito se va, sumiendo
al campo muerto en la amargura,
escuchando tristemente la rueda
que gira en la oscuridad de la duda
y la soledad del dolor.
"

Lecturas de Otoño....

miércoles, 2 de octubre de 2013

Discurso de Aceptación del Nobel de Selma Lagerlöf



Y aquí está el discurso de Selma:

“Hace unos días estaba sentada en el tren, iba a Estocolmo. Era temprano en la noche; había luz en mi compartimento, y afuera estaba oscuro. Mis compañeros pasajeros estaban durmiendo en sus rincones, y yo estaba silenciosa, escuchando el traqueteo del tren.
Y entonces comencé a pensar en todas las otras veces que he venido a Estocolmo. Usualmente fue para hacer algo difícil –pasar unos exámenes o encontrar un editor para mis manuscritos. Y ahora venía a recibir el premio de Literatura. Pensé que sería difícil.
A lo largo de este otoño he vivido en mi casa de Vármland completamente sola, y ahora debo caminar en la presencia de muchas personas. Ya era tímida para el ajetreo de la vida por el retiro y el pensamiento de tener que enfrentar el mundo me daba ansiedad.
Sin embargo, dentro de mí, estaba un maravilloso gozo de recibir este premio, y traté de quitar mi ansiedad pensando en aquellos que se regocijarían conmigo de mi buena fortuna. Estaban mis buenos amigos, mis hermanos y hermanas, y primero y más importante, mi vieja madre quien, sentada en la casa, estaba feliz de haber vivido para ver este día.
Pero entonces pensé en mi padre y sentí una honda pena de que ha muerto, y que no podría ir a contarle que he ganado el Premio Nobel. Sé que nadie más habría estado tan contento como él de recibir esta noticia. Nunca he conocido a alguien cuyo amor y respeto por la palabra escrita y sus creadores, y me habría encantado que supiera que la Academia Sueca me había otorgado el Premio. Si, fue una pena profunda que no pudiera contárselo.
Cualquiera que haya viajado en tren mientras se mueve a través de la oscura noche sabe que algunas veces hay minutos largos cuando los carros se deslizan sin mucho brinco. Todo el bullicio desaparece y el sonido de las ruedas se convierte en una melodía reconfortante, pacífica. Los carros no parecen correr sobre los rieles y durmientes sino que se deslizan hacia el espacio. Bueno, así es como yo estaba sentada sin nada que hacer y pensaba en lo mucho que me gustaría ver a mi padre de nuevo. El movimiento del tren era tan ligero y silencioso que difícilmente podía imaginarme que estaba aquí en la tierra. Así comencé a soñar despierta: “Sólo piensa, ¡si yo fuera a encontrarme con mi padre en el paraíso! He escuchado que tales cosas le han sucedido a otros ¿por qué no a mí?” El tren siguió deslizándose pero aún tenía un largo trecho que recorrer, y mis pensamientos se le adelantaba. Mi padre ciertamente estaría sentado en una mecedora en un pasillo, con un jardín cubierto de luz de sol y flores, y pájaros en frente de él. Estaría leyendo “Fritjofs Saga”, por supuesto, pero cuando me viera dejaría el libro, se pondría los lentes en la frente y se levantaría para caminar hacia mí. Diría “Buen día, hija, estoy muy contento de verte” o “Oh, estás aquí, y ¿cómo estás hija?”, tal como hacía siempre.