lunes, 16 de marzo de 2015

Los habitantes del bosque de Thomas Hardy


Obras de Jane Austen




El alcalde de Casterbridge de Thomas Hardy

 
Thomas Hardy
El alcalde de Casterbridge (fragmento)

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No tardaron en llegar al lugar donde se hallaba la banda municipal, que estaba haciendo temblar los cristales de las ventanas con los sones de The Roast Beef of Old England.
El edificio ante cuyas puertas había plantado la banda sus atriles no era otro que el hotel principal de Casterbridge, King´s Arms. Un espacioso mirador se proyectaba hasta la calle sobre el porche principal, y de las ventanas abiertas llegaba un murmullo de voces, el tintineo de vasos y el ruido de sacacorchos.
Como las cortinas estaban descorridas, se podía ver todo el interior de la estancia desde lo alto de unas escaleras de piedra que conducían a la oficina de postas de enfrente, razón por la cual se había reunido allí un puñado de curiosos.
-Bueno, creo que podríamos aprovechar para hacer algunas pesquisas sobre... nuestro pariente, el señor Henchard-susurró la señora Newson, quien desde su entrada en Casterbrige parecía extrañamente abatida y nerviosa-. Éste me parece un buen lugar para ello. Preguntar solamente, ya sabes, qué concepto se tiene de él en la ciudad, si es que está aquí realmente, como creo que debe de estar. Tú eres la más indicada para hacerlo, Elizabeth Jane. Yo estoy demasiado agotada para hacer nada. Quítate primero el velo.-Se sentó en el escalón más bajo mientras Elizabeth Jane ejecutaba sus directrices y se mezclaba entre los curiosos.
-¿Qué se celebra ahí esta noche?-preguntó la muchacha tras escoger a un anciano y permanecer a su lado el tiempo suficiente para considerarse con derecho a entablar conversación.
-¿Eh? Sin duda es usted forastera-dijo el anciano sin apartar los ojos de la ventana-. Es una gran cena pública para los notables y demás personalidades, presidida por el alcalde. Como al pueblo llano no nos han invitado, han dejado los postigos abiertos para que podamos hacernos una idea de lo que pasa ahí dentro. Si sube un poco más, podrá verlos. Ése que está presidiendo la mesa, al final, es el señor Henchard, el alcalde; y a la derecha y a la izquierda están sentados los concejales. Ah, muchos de ellos empezaron en la vida siendo menos de lo que soy yo ahora...
¿Henchard?-repitió Elizabeth Jane sorprendida pero en modo alguno sospechando todo el alcance de la revelación. Subió hasta el peldaño más alto.
A su madre, aunque estaba mirando a otro lado, ya le había llamado la atención un curioso tono de voz, captado a través de la ventana del hotel, antes de que las palabras del viejo, "el señor Henchard", el alcalde", llegaran a sus oídos. Se levantó y subió al lado de su hija tan pronto como pudo tratando de no mostrar un interés especial.
Todo el interior del comedor del hotel se ofrecía ahora a su vista, con sus mesas, vajilla, platería y comensales. Frente a la ventana, en el lugar de honor, estaba sentado un hombre de unos cuarenta años de edad; era corpulento, de rasgos anchos y voz imperiosa, y presentaba un aspecto más bien tosco que macizo. Tenía buen color de cara-casi morena-, ojos negros relucientes, cejas pobladas y cabellos negros. Al permitirse una risotada ocasional tras la observación de cierto invitado, su amplia boca se abrió de tal manera que, a la luz del candelabro, dejó ver, del total de treinta y dos piezas, una veintena o más de dientes sanos y blancos, de los que obviamente aún podía vanagloriarse.
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El velo alzado de George Eliot

 
George Eliot
El velo alzado (fragmento)

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Mi sensibilidad se había agudizado hasta ese extremo de intensidad en el que nuestras emociones adoptan la forma de un drama desgarrador, que se nos impone por la fuerza, y empezamos a llorar, no tanto por el peso real de nuestros sufrimientos como por el cuadro que componemos con ellos. Yo me compadecía del patetismo de mi situación: la de un ser delicadamente organizado para el dolor, pero casi sin la menor posibilidad de responder al placer; alguien para quien la idea de un sufrimiento futuro privaba de toda alegría en el presente y para quien la idea de una felicidad futura no calmaba la inquietud de un anhelo y de un temor presentes. Atravesé mudo ese estadio del sufrimiento en el que el poeta, que siente los deliciosos dolores de la creación, produce una imagen de sus desdichas. "

La morada Maligna de Richmal Crompton

 
Richmal Crompton
La morada maligna (fragmento)

" Y en aquel momento le pareció que la Cosa Maligna que yacía en el corazón de la belleza de la casa estaba a su lado y le sonreía a la luz de la luna. "

"Abril encantado" de Elizabeth Von Arnim-

 
 
Elizabeth von Arnim
Abril encantado (fragmento)

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Contempló la figura que tenía delante. Sin duda una criatura bonita, y que habría tenido éxito en Farringford. Resultaba curiosa la facilidad con la que incluso los hombres más grandes se veían afectados por el aspecto. Había visto con sus propios ojos a Tennyson alejarse de todo el mundo, volverse, realmente, dando la espalda a una muchedumbre de personas eminentes reunidas para rendirle homenaje, y retirarse a la ventana con una joven que nadie conocía, que había sido llevada allí por casualidad y cuyo único y exclusivo mérito —si se podía considerar un mérito aquello que la casualidad otorga— era la hermosura. ¡La hermosura! Extinguida antes de que uno pudiera darse cuenta. Un asunto, casi se podía decir, de minutos. Bueno, mientras duraba parecía sin duda ser capaz de hacer lo que quería con los hombres. Ni siquiera los maridos eran inmunes. Había habido algunos episodios en la vida de Mr. Fisher...
—Imagino que el viaje le ha sentado mal —dijo con su voz grave—. Lo que usted necesita es una buena dosis de alguna medicina simple. Le preguntaré a Domenico si en el pueblo existe algo parecido al aceite de ricino.
Scrap abrió los ojos y miró a Mrs. Fisher de frente.
—Ah —dijo Mrs. Fisher—, sabía que no estaba dormida. Si lo hubiera estado habría dejado caer el cigarrillo al suelo.
Scrap tiró el cigarrillo por encima del antepecho.
—Eso es un despilfarro —dijo Mrs. Fisher—. No me gusta que las mujeres fumen, pero me gusta todavía menos el despilfarro.
“¿Qué se puede hacer con gente así?”, se preguntó Scrap, con los ojos fijos en Mrs. Fisher, en lo que en su opinión era una mirada indigna, pero a Mrs. Fisher le pareció de una docilidad realmente encantadora.
—Ahora seguirá mi consejo —dijo Mrs.
Fisher conmovida— y no descuidará lo que muy bien puede convertirse en una enfermedad. Estamos en Italia, ya sabe, y hay que ser cuidadosos. Para empezar, debería usted irse a la cama.
—Nunca me voy a la cama —le espetó Scrap; y sonó tan conmovedor, tan desesperado como esa frase declamada muchos años atrás por una actriz en el papel de Poor Jo en una versión de Casa desolada adaptada al teatro: “Siempre estoy circulando”, decía Poor Jo en esta obra, instada por un policía a hacerlo; y Mrs. Fisher, entonces una niña, había apoyado la cabeza en la barandilla de terciopelo rojo de la primera fila de principal y había llorado en voz alta.
Era maravillosa, la voz de Scrap. En los diez años transcurridos desde su presentación en sociedad, le había proporcionado todos los triunfos que la inteligencia y el ingenio pueden obtener, porque hacía que todo lo que decía pareciera memorable. Con semejante conformación de garganta, debería haber sido una cantante, pero Scrap era muda para cualquier tipo de música excepto para esta música de la voz hablada; y qué fascinación, qué hechizo había en ella. Era tal el encanto de su rostro y la belleza de su aspecto que no había un solo hombre en cuyos ojos no apareciera, al verla, una llama del más vivo interés; pero, cuando oía su voz, la llama en los ojos de ese hombre quedaba atrapada y fijada. Sucedía lo mismo con todos los hombres, cultos o ignorantes, viejos, jóvenes, atractivos ellos mismos o repelentes, hombres de su mundo y conductores de autobús, generales y soldados —la guerra había sido para ella un período de perplejidad—, obispos igual que sacristanes —su confirmación había estado rodeada de acontecimientos sorprendentes—, saludables y enfermizos, ricos e indigentes, brillantes o tontos; y daba lo mismo lo que fueran, o la madurez y estabilidad de su matrimonio; cuando la veían, aparecía esta llama en los ojos de cada uno de ellos, y cuando la oían permanecía allí.
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